domingo, 29 de enero de 2012

Con el pie en el estribo

Ilustración de Domingo Orejudos (1933-1991)
Ramón Alejandro

Querido Antinous:

Como toda la gente de mi edad sufro de insomnios. Y una buena parte de esta madrugada la pasé dialogando contigo, o imaginando que dialogaba, porque realmente me la pasé hablando conmigo mismo. Como es natural, a ti te preocupan mucho las mujeres. Como la mayor parte de los varones, las entiendes poco y mal.

De ahí pasé a considerar que yo pretendo conocerlas mejor y preguntarme el porqué de esta pretensión. Y tuve que internarme en el cálido ámbito de la mentalidad cubana y su concepción particular de los dos géneros. Te veía a ti como modelo de hombre logrado, y junto a ti como figura central y catalizadora de nuestros mal disimulados deseos, estábamos dos hombres malogrados, fallidos, según el criterio rígido y excesivamente jerárquico de nuestra sociedad insular. El macho viril es la flor y corona de la creación. Una buena parte de la fascinación que tú nos provocas a ambos viene de la envidia que te tenemos de ser tan soberanamente varonil. Yo no me avergüenzo de decirte que hubiera preferido, de haber podido escoger mi destino, ser un hombre hecho, derecho y mujeriego y templarme a una infinidad de hembras dejándolas satisfechas como tú dices haber dejado a tu última pareja. Jerjes y yo estamos en el sótano de esa jerarquía tan cruel, como dos intentos de ser hombres, siendo tan sólo dos eunucos, es decir, lo más bajo dentro de esa escala de valores. Capados.

Nacidos para complacer los instintos dominadores de los individuos plenamente dotados de todas sus facultades. Completos. Entre esa cúspide en la que tú resplandeces y nosotros dos, están por medio en sendos escalones descendentes e intermediarios las mujeres hechas y derechas, y las lesbianas que son mucho más consideradas por el vulgo que nosotros, los invertidos, por tener algo de hombres. Jerjes pretende estar contento de ser un ente asexuado y creo que nunca ha gozado de su cuerpo ni al derecho ni al revés. Una especie de ángel, ectoplasma, o aguamala muy en concordancia con ese neoplatonismo que profesan los católicos a falta de una filosofía más concreta. Esto también le toca por su procedencia social. Sacarócrata empedernido y más español que cubano, criado en una pequeña ciudad de provincia como Sancti Spiritus. Ni chicha ni limoná. Fue protegido por una estructura familiar bien constituida de los efluvios corruptores de nuestras calles populares con sus esquinas donde se elaboraba al inclemente sol cotidiano la filosofía sexológica de la plebe blanca, negra y mulata.

En cambio yo, surgido de la pequeña burguesía de Santos Suarez, parangón del medio pelo. Hijo menor de una familia destruida por la muerte prematura de una madre enferma, no tuve tiempo de escoger. Antes de darme cuenta ya estaba identificado por los muchachitos de mi barrio como afeminado, criado por una madre infeliz que aceptaba mansamente los maltratos de su rudo marido asturiano, y por mis hermanas, tías, y primas que con su excesivo cariño quisieron compensar el rechazo que mi padre me hacía. Cuando murió mi madre toda la familia se dispersó, porque mi padre se casó con una holandesa y se desinteresó de todos nosotros. Sin nadie que me protegiera de la ferocidad de los varoncitos del barrio. Me desgraciaron, como se solía decir de la mujeres a las que un novio desconsiderado les robaba la virginidad antes del casamiento, demasiado temprano. Así sometido al brutal placer de los bugarroncitos de mi cuadra, aprendí a gozar como una hembrita y quedé totalmente convencido de serlo. En ningún momento pude darme el lujo de sentirme varón. No hubo ambigüedad ninguna en cuanto a mi género. Me repetían al oído que yo había nacido exclusivamente para tres cosas; mamar, dar el culo y pagar por esos favores. Cuando llegó mi adolescencia comprendí plenamente el triste destino que me habían trazado, quise suicidarme. Pero no tuve el valor de hacerlo. Opté por gozar lo implacable de mi papel secundario y seguir obedeciendo a la sociedad. Tuve que cargar con la cruz de resignarme, no sin esporádicos momentos de rebeldía que finalizaban inevitablemente en el ridículo más humillante, a los dictados del maldito placer al que me habían condenado.

Hoy he logrado hacerme una máscara. Fingir ser feliz de ser tal como soy. Pero hice un último intento casándome cuando tenía treinta y un años, para muy pronto comprender que no podía darle a mi mujer lo que tú le diste a esta última aventura femenina, como seguramente le has dado a toda la larga lista de amantes anteriores. Mi mujer tuvo que buscar en otros hombres lo que le hacía falta y le tuve que dar permiso de hacerlo. Juzgué que no tenía derecho a privarla de su felicidad sensual y sicológica. Finalmente, tras muchos tanteos, logramos encontrar un arreglo mutualmente satisfactorio, en aquella época de revolución sexual, compartiendo los maridos con ella. Algunos se ocupaban de mí sin prejuicios, otros me permitían solamente mirar el cuadro a cierta distancia. Los más recalcitrantes me mandaban a comprarles cigarrillos o me obligaban a permanecer en otra habitación mientras se divertían. Terminé siendo tan mujer como ella ante sus propios ojos. Hicimos tantos excesos de alcohol y mariguana que casi dejo de poder pintar. Salimos de esos años completamente destruidos. Aparentemente yo más destruido que ella, convirtiéndonos a una forma del budismo tibetano que nos permitió organizar mejor nuestras vidas, y un poco tarde, intentar crear una familia pues finalmente terminamos por tener dos hijos. Míos, pues ella así lo quiso, a pesar de no gozar conmigo y pegarme los tarros sin ninguna piedad. Por eso te puedo decir que conozco la naturaleza de la mujer mejor que tú. Nos quisimos mucho recíprocamente a pesar de todo, seguramente yo la quise a ella más que ella a mí. Pasamos en total dieciocho años juntos en una complicidad total, ella nunca se ganó la vida y yo la mantuve siempre. Ciertamente la malcrié mucho. Sobre el arco de la puerta de entrada de la iglesia de Jesús del Monte, donde se casaron mis padres. Subiendo por la Calzada del Diez de Octubre. Cerca de la clínica donde yo nací y donde mismo nueve años después murió mi madre, hay un corderito pascual esculpido en la piedra. Cuando se lo señalé a mi último amante, Maikel, un joven mulato de Centrohabana, me dijo con una gran sonrisa:

¡Ah! Por eso es que tú eres tan mansito, asere. De esas locas travesuras nos quedó como regalo el entonces desconocido virus del sida, y murió a los cuarenta y un años. Perdona la biografía, no solicitada, que te estoy contando. Pero es que desde que te conocí sentí en tu persona algo que no deja de perseguirme, y que debe ser de la misma naturaleza del sentimiento que el pobre Jerjes sintió cuando te conoció tan joven en tu segundo viaje a Europa. Nos habitas de cierta manera. Remueves quizás en nosotros, según me parece, el recuerdo de aquel modelo que nos proponían como ideal y al que Jerjes y yo nunca logramos llegar a imitar. Bueno, basta de descarga por hoy.

Te quiere, tu amigo encandilado.

3 comentarios:

A.B dijo...

A veces las epopeyas no necesitan ser enciclopédicas. Basta un blogoartículo para ver al "héroe" y sus valores combatir con seriedad los embates de la vida.

(Nota:
Aclaro que esto no es una ironía)

He llorado en algunos momentos, y me ha permitido hacerme preguntas sobre la naturaleza del ser. Y me inclino a pensar que, a partir de relatos como éste, nada puede generalizarse y buscar estándares sobre la naturaleza humana. Somos quienes somos y, a la vez, somos seres únicos, con todas las variantes que haya y pueda haber entre los sujetos.Lo vivido nos marca y nos conforma... y así se sucede la construcción de nuestros "yoes" a lo largo de nuestro recorrido por la vida.

Un abrazo Alejandro y otro,sin duda, de la Mujer Adriática.

Amílcar Barca.

Anónimo dijo...

Sincero y sucio. Felicidades a Ramón.

Anónimo dijo...

Con ciertos reparos comienzo a leer este texto. Los prejuicios pesan. Pero en medio de tanta historia carnal contada tan descarnadamente, asoma la silueta de un hombre que ha vivido y perdido mucho, que libra una batalla contra sus demonios y los de otros. Que la escritura (o cualquier sucedáneo) nos ayude a trascender nuestras existencias.