lunes, 20 de noviembre de 2017

Gema del cine de autor: Paterson de Jim Jarmush


Ernesto González

"Stay with me.. all I need”. -- Sam Smith

Tiempo

Paterson es el nombre de un pueblo de New Jersey donde una vez florecieron industrias. Su principal atractivo hoy es haber sido el sujeto de un poema épico del autor modernista William Carlos William. Paterson es también el nombre del protagonista de un filme que ha suscitado tantas halagos como quejas por aburrimiento. Para otros, sin embargo, Paterson hasta podría ser una especie de estado mental.

Buena parte de responsabilidad de esta (y otras) lectura(s) al alcance del espectador avezado, le corresponde a la meticulosa fotografía de Frederick Elmes, en resultante complicidad con Jim Jarmusch, director y guionista. El tempo del filme requería justamente de esa fuerza visual intimista, donde las capas de significado afloran como a su propio aire. De cara a estos fotogramas, aburrirse es una expresión de incordio del aburrido, en su búsqueda de carcajearse por siempre jamás.

El protagonista de la historia, hermosamente interpretado por Adam Driver, es un hombre de rutinas. Se despierta, chequea la hora en su reloj Cassio de diseño retro, besa a su amada y va a vestirse. En la mesa de noche hay colocada una foto suya en uniforme militar. No hay aquí pesadillas, revelaciones de estrés pos-traumático, ni ninguna pista de secuelas de guerra. Hay, sí, serenidad, y un goce esencial que acaso solo puede navegarse en el silencio.

Maneja un autobús de transporte público mientras observa, y no puede menos que dejar de escuchar, a sus pasajeros. Se encuentra con varios gemelos (¿metáfora de la dualidad?) durante la semana de trabajo recogida por la película. Traduce a versos en su “cuaderno secreto” esas vivencias y cotidianidades.

Su compañero de trabajo es un quejoso irredimible. Paterson lo escucha, pero no le responde con lamentos. El hombre acumula frustración porque necesita otro quejumbroso de las nimiedades. O en su defecto, intoxicar a alguien que comparta y propague su neurosis, y sobre todo la refuerce. En cambio, Paterson a lo más que llega es a mirarlo extrañado y a decir “ok”.

Por las noches saca a caminar a su buldog inglés, aunque no se llevan muy bien. Los celos del animal van a provocar un giro determinante en la trama. Algunas noches lo amarra en la acera de un bar cercano y entra a tomar una cerveza.

Tiene una relación peculiar con el viejo cantinero. Conversan sobre los famosos oriundos del área, y ante la pregunta de si ya tiene teléfono celular, Paterson responde que no. “Sería como una correa”, asegura. “¿Y tu otra mitad?”, indaga el hombre. “Ella me entiende”. “Eres un hombre dichoso”, le contesta el ajedrecista y barman.

Luego de verse obligado a intervenir para evitar un acto de violencia allí, se le ve perturbado, en lucha con algo interior para mantenerse ecuánime. Diversas lecturas paralelas muy bien engarzadas al argumento principal, se desprenden de estas escenas en la taberna. La narrativa se bifurca en varios senderos desde su avenida principal que todo el tiempo es, a no dudar, la condición humana.

Este timonel a cargo de su vida es además un vigilante del tiempo. Está al tanto de él, aunque no con el significado asociado a la productividad o a la diversión. Apurarse para luego matar el tiempo jugando billar no está en su agenda. Disfruta al máximo su interacción desapasionada con la realidad. Aunque en cierto momento, la presencia de niños al cruzar la calle delante del autobús, parece evocar también recuerdos indeseables.

Con un despliegue mínimo pero sumamente efectivo de sus recursos actorales, Adam Driver nos hace adivinar que pudo tratarse de una carga en extremo dolorosa, pero prescindible, que el personaje decidió aligerar y eventualmente sacrificar. O sea, en términos antiguos, ofrendar, para permitir la aparición de algo nuevo.

“Cuando eres niño”, escribe, “conoces tres dimensiones, largo, ancho y altura. Cuando eres adulto te enteras de una cuarta dimensión: tiempo”.

Musas

Su relación con Laura, encarnada por la actriz y cantante iraní Golshifteh Farani, suena también fuera de moda. La joven decora el hogar en idéntico estilo al de los panqués que prepara y hornea para vender en la feria local. Sorprende a su compañero con pasteles rellenos de ingredientes que a nadie se lo ocurriría mezclar, compra cereales desconocidos como la quinoa y es extremadamente cariñosa. Él come lo que ella cocina aunque no le apetezca.

Laura es una creadora por derecho propio. Nos está recordando constantemente que el acto de crear engloba lo artístico (sueña con ser estrella de música country), pero es muchísimo más abarcador. Es una musa inquieta y soñadora. No hace distinciones entre cocinar, aprender a tocar la guitarra y componer su primera canción, o decorar dulces y paredes en blanco y negro (¿yin y yan?). A pesar de ser impredecible, o acaso como consecuencia de ello, es el cable a tierra de la pareja.

La segunda musa de este juglar es Peterson Falls, una cascada frente a la cual se sienta durante los almuerzos o cuando le place. Este sitio propiciará su confabulación con un japonés admirador de los creadores oriundos de la región, poeta él mismo. “Leer traducciones es como darse una ducha con una capa puesta”, le dice el visitante. “Entiendo”, responde Paterson.

Esta escena cerrará el círculo narrativo con un precioso gesto del extranjero, quien ha intuido en su interlocutor algo más allá del trabajo de chofer que le ha confesado desempeñar.

Cura

Uno de los carpinteros que reparaban los daños de los brutales inviernos en los techos de Petite Plaisance, la casa de Marguerite Yourcenar, le aseguró una vez que la mejor cura para los ojos cansados era contemplar el curso del agua durante un rato. El consejo de este otro poeta de las reparaciones, de alguna manera, se las ha agenciado para viajar desde Maine hasta esta ciudad de New Jersey. O quizás, guardado en esa añeja nube del inconsciente colectivo, ha sido (re)descubierto por el chofer con nombre de pueblo, quien lo ha bajado, no para un celular sino para su útil consumo individual.

A lo largo del filme las palabras se tornan imágenes y viceversa, en un juego de espejos que fluye para salpicarnos de ángulos, vertientes, sumideros y picos. Los poemas superpuestos en los fotogramas, a excepción de uno del director, son de la autoría de Rod Padgett, autor de la Escuela de New York influido por Allen Ginsberg y Williams. La rotunda sencillez de esos versos nos señala las maravillas enterrados en lo cotidiano, nos revela cómo bajo el polvo sedimentado por lo conocido existe una latencia siempre nueva. Lo desconocido, o sea lo no condicionado, está ahí, al alcance. Solo debe existir el propósito de despolvarlo.

La comunión del introvertido Paterson y la extrovertida Laura, crea una permanente circulación de energía enriquecedora para ambos, a un nivel cuya profundidad aumenta en proporción a la sensibilidad de la pareja: nosotros dos somos uno y también todos/todo.

Cualquiera que haya sido la medicación, los resultados son concluyentes. Aunque nosotros, los espectadores, ni siquiera hemos llegado a la etapa de reconocer la enfermedad. Qué decir de intentar una cura.

Coda

Jim Jarmusch apostó por arriesgarse desde sus comienzos como realizador. “Paterson”, su última obra, indica una continuidad por esa vía del riesgo y la autoría que los cinéfilos agradecemos. Las postulaciones de esta película en importantes festivales cinematográficos, y los premios obtenidos en otros, prueban la validez de estas todavía no tan raras excepciones del mantra cinematográfico contemporáneo.

lunes, 6 de noviembre de 2017

La masacre como hábito



Jesús Rosado
El título de estas notas puede aparentar ser tendencioso o amarillista.  Pero ni lo uno ni lo otro, al contrario. El acontecer sanguinario que ya se repite una y otra vez logra superar toda expectativa sensacionalista al punto de generar, junto al estupor y el terror, una consecuencia tan disfuncional como las causas que la motivan. Me refiero a la gradual desensibilización en la percepción colectiva hacia el acto cruel del asesinato múltiple.
La reiteración de las siniestras matanzas ha hecho que estas comiencen a perder efecto como noticia para convertírsele al espectador lejano en referencias comparativas dentro de la cada vez más apretada cronología de sucesos brutales.  Entre los segmentos más desapegados emocionalmente, no solo se espera con morbo el próximo evento, sino que se revisan con toda frialdad las estadísticas, se cotejan cifras como si fuesen marcas deportivas y hasta corren las apuestas.
Esto es, si no se cambia abúlicamente el canal de TV o la estación de radio para dejar atrás una violencia que por reincidente ha dejado de merecer la atención prolongada a no ser que su ubicación geográfica se halle alarmantemente próxima.
Una y otra vez los cadáveres cubiertos, la fuerte presencia policial, los agentes del FBI, las conferencias de prensa, las declaraciones de las autoridades de gobierno, el llanto desgarrador de las familias, las vigilias, la competencia de los medios por cubrir la noticia, el rostro del asesino, las condolencias del jefe de estado…la tragedia que va dejando de ser novedosa. Que se va abriendo paso hacia la resignación y su aceptación como fenómeno cuasi cotidiano.
“No es saludable estar adaptado a una sociedad profundamente enferma”, comentaba Krishnamurti. Por lo que cabe preguntarse ante la saga de hechos sangrientos que cada vez se repiten con más frecuencia, abatiendo el entorno, si el modelo norteamericano contemporáneo ha entrado en una etapa extrema de la disfuncionalidad social que Erick Fomm describía en su obra The Sane Society  en 1955, en la cual la inopia ante el crimen es parte del trastorno.

El Presidente Trump ha declarado que todo se trata de "un problema de salud mental de alto nivel". ¿Habrá querido decir de alta intensidad? ¿O se refería a la elite de los cabilderos de la NRA? 
Pareciera que la sociedad estadounidense estuviera irrumpiendo en una fase distópica, paradísiaca para el sicópata. La respuesta solamente la tiene la actitud de los miembros sanos del cuerpo social. Excluyo de ellas a los rifleros. El control irrestricto de las armas es también un síndrome sociópata. Por ello, refuerzo, y no creo pecar de tremendista, que el peligro radica, no sólo en la potencialidad de la masacre, sino en la aberración de asumirla como hábito. Eso nos toca a todos los que amamos la vida, aún con sus asperezas.