domingo, 31 de marzo de 2019

De cómo la belleza de mis 16 años me puso en primera fila de una lucha campal de desafuero


Ramón Alejandro

Se hubiera podido creer que la misma Yalodde con su Oñí, el poder de su miel, había súbitamente logrado sacar a Oggún del monte. La belleza de mis 16 años me puso en primera fila de una lucha campal, en la cual el desafuero sexual emborrachó a toda una población lasciva que durante demasiado tiempo se había distraído de su vocación amorosa para engañarse a sí misma con preocupaciones ajenas a su naturaleza sensual. Comencé a explorar los caminos que tanta fogosa profusión me prometían. Bajé por esa Calzada de Jesús del Monte para encontrarme con gente gozadora y erudita, que se aprovechaban de mi cuerpo abriéndome a cambio nuevos horizontes intelectuales.

Después de haber leído sucesivamente el Materialismo Histórico del Doctor Konstantinof de la Academia de Ciencias de la URSS, y La Rebelión en la Granja de George Orwell, comprendí los planes que animaban al equipo de improvisados legisladores que habían tomado las riendas del poder por la fuerza de las armas. Me embarqué con unas milicias que pretendían subir a la Sierra Maestra a presenciar la declaración de ya no sé qué reforma, agraria, urbana o cualquier otra fantasía de aquellos revolucionarios. Salimos de Batabanó en un viejo barco sin capitán y le dimos la vuelta a Isla de Pinos. Cuando pasábamos frente a las montañas de la Provincia de Las Villas sobre un mar tan profundo que los rayos solares se veían descender hasta perderse en lo oscuro. Durante algunos instantes cuatro rabos de nube se situaron en los puntos cardinales dándome la impresión de estar en el mismo medio de un tablero mágico como el que se usa para jugar al parchís. Pude intuir el concepto del mandala como cuando había conocido las fascinantes imágenes que surgen al manipular los vidrios de colores contenido en el tubo de un kaleidoscopio en el estudio de mi vecino doctor en optometría.

Ya en el Golfo de Guacanayabo y poco antes de llegar al puerto de Manzanillo en un sitio en el cual sobresalía de la superficie de las olas un palo enhiesto, encallamos en un banco de arena. Los milicianos comenzaron a invocar a Yemayá para escapar de una segura muerte al ver que las siluetas negras de los tiburones dándole vueltas al casco de nuestro navío. Un responsable vino a tratar de impedir los rezos advirtiéndonos que Dios no existía sin que ninguno quisiera escucharlo. Poco después insistió diciéndonos que pudiera ser que Dios existiese, pero que no era propio de revolucionarios invocarlo. Los rezos siguieron y la marea comenzó a subir liberándonos del banco de arena. Desafiante un miliciano le espetó al teórico responsable un provocador pa’que’tu’bea. Pasado el miedo a la muerte los milicianos sacaron una botella de ron y se dispusieron a filosofar sobre sexualidad y formas del amor. Tras mucho discurrir, llegaron a la conclusión de que un bugarrón era un hombre que había nacido con destino de jodedor.

Ya en tierras agrestes y tratando de llegar a La Plata Alta, la milicia acampó en el suelo raso y el desánimo cundía entre nosotros viendo la miseria en la que vivían los guajiros. Las ladillas se adueñaron de nuestros sobacos e ingles. El cuerpo desmembrado de una joven estudiante apareció desnuda en el lecho de un río. No pudo ser identificada por no habérsele hallado cerca ningún documento pertinente.

Muy dentro de mi corazón comprendí que no me hallaba en el país que convenía a mi naturaleza. Me di cuenta que mi más profundo deseo era irme a Europa a contemplar las pinturas originales cuyas copias adornaban las paredes de la sala de la casa donde vivían mis abuelos maternos. Asumí mi esencial egoísmo y me sentí profunda y definitivamente desolidarizado de esa humanidad doliente que allí me rodeaba. El 28 de noviembre del año 1960 monté en el avión de Pan American Airways que en un largo vuelo de 24 horas me llevó hasta Buenos Aires.

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