lunes, 9 de julio de 2012

Dispersal of the sand into the water


Cristina Fernández

Pasan los monjes con sus cuernos largos, exhalando al aire un sonido grave. Sonido de realidad otra, que no cabría en lo cotidiano ni por asomo, porque el mundo del día a día pace con ligereza dando saltos de contento o temor, según soplen los ánimos con sus vientos volubles. Monjes tibetanos deben ser, y lo compruebo por el azafrán de sus hábitos. Exóticos quedan en medio de esta confluencia de tienditas y cafés que nada saben de las Tres Joyas, sino de esas joyas farsescas que hacen las delicias de los fatuos y las novias. Detrás de los monjes, va una fila de gente; algunos con los pies descalzos, ornados de collares, sayas amplias, colores que irradian luz, sonrisas que acompañan un asunto purificador. El enigma de los monjes y sus seguidores queda resuelto en una postal que me da una mujer de ojos reposados.

Lo que he visto desfilar frente a mis ojos forma parte de un performance de arte devocional tibetano, a cargo de su eminencia Chengsang Rimpoché y seis de sus monjes. Han consagrado un mandala de arena coloreada, que no logré ver en la procesión. Un ejercicio paciente que terminará cuando el objeto de meditación sea disuelto en las aguas del mar. Yo que no me puedo mover de esta vitrina, los veo alejarse hasta donde la calle desciende cuesta abajo y empiezan los árboles, y no veo nada más. Más tarde la gente regresa dispersa, sin mandala, sin cuernos… ¿Y los monjes? Como si la tierra o el mar se los hubiesen tragado; no los veo retornar.

El que viene luego luego es Danny, el veterano de Viet Nam que vive en un bote, y me ofrece una bolsa pequeña. Me aclara que es arena sagrada del Tibet y me la cambia por dos dólares para tomar cerveza. Se ríe con estrépito. No podía imaginarme que en algún momento del camino él entró en la marcha ritual.

Hacemos el trato. Dos dólares para cerveza a cambio de arena sagrada; no está mal. Me encantan los trueques. Mucho más cuando los objetos de cambio no guardan la menor relación. Sólo en apariencia, porque de pronto recuerdo que Danny prefiere sentarse en el SandBar, a consagrar su propio ritual de dispersión. La memoria del hombre que una vez fue a la guerra, ya no tiene por aliada a la claridad. Sus blasfemias son mantras que sólo él repetirá, mientras la arena debajo de sus pies pierde consistencia, y a punto de hundirse en una tierra de nadie, romperá a reir sin dejar de llorar. Un hombre que viste de oscuro y sin talismanes, desgrana su vida que es ensarte de heridas y derrotas, piel e hígados curtidos; escamoso pez que boquea a punto de morir.

Entonces decido que no llevaré la bolsa de arena a casa, sino que al terminar mi faena me iré al borde del agua y la desparramaré. No hay contento cuando sabes que a un hombre, como a una tripa rota, lo han vaciado de fe. No tiene sentido, me digo, desmantelar un mandala y al mismo tiempo, repartir minucias sagradas. La risa estrepitosa de Danny quizá lo intuya. Él, que hace mucho tiempo y sin retorno, perdió la ingenuidad.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

simetrIa postmoderna, bellamente narrada. gracias cristi. RI

Anónimo dijo...

Gracias a ti, siempre.
Cristy

raffaello dijo...

BIUTIFUL

JR dijo...

Muy bueno, Cristina. Se paladea y hace meditar. Pienso en los millones de bolsas de arena que el largo camino del hombre tendría que dispersar.

sonora y matancera dijo...

ah, un respiro

Alfredo Triff dijo...

Necesito un poco de arena sagrada. :)

Anónimo dijo...

Super, Lele. Para mí una aguja y un dedal, por favor. (Pollito Pito, el chama de la gallinita con Retinosis.)

dovalpage dijo...

¡Está muy bueno, Cristina! Me ha llegado. Mándame algo de arena tibetana pal desierto de Nuevo México, please...

Anónimo dijo...

Cris, con este movimiento migratorio que tengo encima, recien te leo. como siempre,
muy tuyo, muy lindo,calando
ahi mismo.
inge