miércoles, 15 de octubre de 2008

Detrás de la cosecha



Cristina Fernández

Érase una niña que le pedía cuentos a su abuela. Y la abuela contaba de su finca en Loma Azul, en las montañas de Sagua de Tánamo, en el oriente de Cuba. Detallaba la casa de tablones de cedro, la chiva que se comía las sábanas, la cosecha del café que aligeraba la carga del grano maduro. El café se llevaba a los secaderos donde también se metían las jutías a refugiarse de la lluvia. Y detrás de las jutías, los haitianos a cazarlas para comérselas. Érase una niña que preguntaba por los haitianos y a la gallega se le ponían los pelos de punta al recordar esa música derramada en fiestas olorosas a azufre. Temía más que nada su arte de hacer brujerías. Le contó de una guajira bonita que sintió asco de un haitiano y este le dio a comer o a tomar brebaje, y la muchacha acabó de mujer del negro. No me contó que mi abuelo, un muchacho emigrado de una aldea perdida de Galicia llamada Eixon y que llegara a ser propietario de tierras generosas, les pagaba con chapas para usar dentro de la finca, y que su pequeña fortuna, legitimada como presidente de los caficultores cubanos, descansaba sobre las espaldas de los cosecheros venidos de esa isla en ruinas que llaman Haití. Hace unos días donamos unas ropas de uso para alguna niña haitiana, o para varias quizá. Los huracanes se ensañan en una tierra expuesta a todas las contingencias. Preferiría haber podido donar algunos árboles, no para volverlos carbón, sino para repoblar un territorio merecido de que venga la calma. Las ropas que usó mi hija irán ahora a otro cuerpecito frágil, que merece vivir y respirar, y ser amado y respetado. Y hacerle el justo espacio a sus cantos, a su música y a sus creencias por venir. Aunque no suenen a gaita ni cuenten con la bendición de mis abuelos de la montaña.