domingo, 8 de mayo de 2016

Telón de Aquiles


Ernesto González

En el salón de espera de la consulta del alergista, abarrotado de pacientes con sus acompañantes, se intercambian las experiencias personales de un padecimiento cuyas causas pueden estar dondequiera y su manifestación ser epidérmica, digestiva, psicológica, entre muchas posibilidades, o simple y literalmente escandalosa.

Entre los enfermos de todas las edades sobresale un adolescente acompañado de su madre, que le sonríe a todo el mundo y hace anotaciones y dibujos en una libreta.

Para constante preocupación de la mujer los síntomas alérgicos del muchacho son demasiado alborotadores. Cuando tose da la impresión de ahogarse, porque cada tosido se va agudizando a medida que la crisis se acerca a su pico. Si el polvo, ciertos microorganismos, una loción masculina o un sutil o dulzón perfume de damas han impelido al cuerpo del chico a reaccionar a través de estornudos, entonces inicia una escalada que lo estremece con creciente y desesperante intensidad, mientras los espasmos se vuelven poderosos. De combinarse toses y estornudos en trances no poco frecuentes, el pobre jovencito parece morir asfixiado entre silbidos, altísimas notas de soprano y sacudidas corporales.


No pocos santeros y espiritistas han confundido estas crisis con el bajón acelerado de un espíritu, para lo cual el adolescente no está preparado.

“Es imprescindible dar una misa de conocimiento para saber quién es el muerto”, le explicó la espiritista a la mamá del afectado, “sus gustos y qué desea.”

Los resultados fueron un muñeco vestido en guayabera y pantalones blancos hacia el cual se intentaría orientar al extinto hasta que el muchacho estuviera listo para entender la situación.

Levantándose de la incomodísima silla, la mujer ha sacado un pañuelo del bolso donde almacena todo tipo de auxiliares para la atención del padecimiento de su hijo. Parada de frente le coloca el sonador en la nariz y la boca después del estornudo, la tos, o la nota musical escapada de su garganta y mantenida unos segundos para maravilla de pacientes y acompañantes.

—Ay, Aquilito, por dios —le dice atónita por el do ancho y sostenido acabado de emitir como clausura de la crisis de tos.

Le enfurecía la expresión resplandeciente de su hijo durante y sobre todo después de esas codas demostrativas de un talento descomunal. Poco sociable luego de irse revelando las características de su primogénito y haber luchado inútilmente contra ellas, le molestaba llamar la atención en lugares públicos y detestaba los rostros de condescendencia e incluso los de evidente simpatía hacia el jovencito.

De la contentura por su lograda vocalización, el quinceañero coloca una pierna encima de la otra y la mece. Ella corre a descruzarla. Él le sonríe retomando la posición. Para colmo mece ambos pies y garabatea figuras en su cuaderno tarareando bajito una melodía.


Aparentando indiferencia la mujer otea las expresiones de los pacientes y de sus acompañantes, salta de un rostro al siguiente mientras escruta, calibra, compara, concluye. Se ha convertido en una acuciosa investigadora del medio que rodea a ella y a su hijo cada minuto: el vecindario, el autobús, los paseantes en la acera, los trabajadores de la construcción, las puertas del hospital donde está la consulta, por donde salen estudiantes, médicos o pacientes, los alérgicos y sus familiares en la sala de estar. La madre escruta todo lo que hay fuera de su micro universo, se siente obligada a vigilar ese mundo de seres extraños e incapaces de valorar su terrible suerte.

Al menos ignoran cuando al principio al muerto encarnado en su hijo le daba por desnudarse y correr. No había quien le pusiera un pulóver al torso ni un pantalón a las extremidades del cuerpo poseído. El que lo intentara descubría la tiesura del portentoso órgano del niño y arriesgaba rozarlo en la batalla. Una enfermera le había enseñado a Ydra cómo cortar la erección aunque fuera unos minutos, cosa de vestirlo y evitar la propagación de rumores de cualquier calibre además de esas añadiduras generadas por las fantasías de la gente, como bolas de nieve crecientes en un descenso infinito.

Había diseñado y cocido en su máquina, una faja, a la usanza de los cinturones de castidad, para aprovechar y enganchársela al chiquillo al comienzo de esos trances. Había pasado tanta vergüenza. Y ahora esto de las vocalizaciones. Cuando pensaba haber acabado de resolver un problema, el siguiente se abría camino con una fuerza descomedida. “¿Hasta dónde vas a castigarme, Señor?”, se preguntaba a menudo tomando la mano de su retoño, para impedir que verbalizara con gestos además de con su garganta. ¡Ah, y ese empecinamiento en sentarse así!

El adolescente, en tanto, dibuja y canta bajito. Otro acceso de espasmo lo remece, y en la última hilada de toses su voz de soprano resurge y en un segundo salta a la escala del contratenor. La madre pega un brinco y se pone de pie.

—¿Y eso? Eso es nuevo, Aquilito, por amor de dios, contrólate.

—¡Coñó, tremendo falsete! —dice un trompetista asmático—. ¡Dejó corto al de los Bee Gees!

—¡Farsete, farsete! —responde el muchacho y se ríe.

Los presentes no salen del asombro mientras escuchan las explicaciones del trompetista acerca del «arma secreta» celosamente guardada por las compañías líricas o los grupos musicales, para dispararla en cierto momento pivotar de sus espectáculos.

—Le convendría estudiar música —aconseja el artista.

Ydra ni responde. Solo faltaba eso. ¿Por qué la gente se empecina en dar opiniones que nadie le ha pedido? ¿Por qué no pueden dejarla sola con su hijo? ¿Es tan difícil ignorar a los demás?

El hombre acaricia la cabeza intranquila del repentino contratenor y se ríe con él. La enfermera del alergista abre la puerta de la consulta y menciona un nombre.

—Adiós, falsete, es como se dice, y mucha suerte.

Aquilito responde al halago abandonando su dibujo, respirando profundamente, como sopesando el próximo paso.

—Falsetes, falsetes —dice y se carcajea observando con el rabillo del ojo a los congregados.

Mira hacia el frente, a los lados, al techo, en estado de alerta, aguardando; al no sobrevenirle ningún acceso de tos retoma el lápiz, abre su cuadernillo y dibuja.

Ydra gastó mucho dinero en santeros cuyos caracoles no daban respuestas claras. Tres de los religiosos fueron incapaces de definir qué estaba ocurriéndole al muchacho y qué debía hacerse al respecto.

“Esto no tiene sentido”, le explicó uno, “aquí hay algo muy grande o muy pequeño que no logro interpretar, le soy honesto”.

Volvió con la espiritista: probarían con una muñequita negra a ver si el espíritu rebelde la hallaba adecuada para sus descensos a la materia. Por unos meses el muchacho estuvo sin crisis alérgicas, y por consiguiente, sin arrebatos, ahogos, jipíos ni reminiscencias operáticas. Por un tiempo.

La madre no acaba de entender por qué la enfermera del alergista no llama a Aquilito, si conoce su problema y ha sido testigo de las crisis creadas en la sala de espera y adentro, en la consulta con el médico. Con una oración sigilosa le pide al Señor la resolución de esta visita cuanto antes. La tos del niño, asociada a hipos y eructos, la saca de su reclamo a la divinidad. Presintiendo una violenta crisis saca del bolso unas servilletas y el pañuelo.


El adolescente se estremece entre hipos intercalados por interjecciones de notas altas y ahogos desmesurados.

—Uh, aj, ej.

Los presentes se han parado de sus asientos y han rodeado el del niño preso del conato de trance. A un ahogo le sigue un ruido portentoso.

—¡Aaaaaa, eeeee!

La nota se extiende, se mantiene y se eleva increíblemente.

—Eso es un do de pecho —explica un violinista rascándose una mancha rojísima en la cara—. Eres un bárbaro, muchacho.

El cincuentón no puede menos que aplaudir, extasiado como está. Se han asomado por las dos puertas de la habitación enfermeras, cirujanos, estudiantes de medicina, pacientes de consulta externa y hospitalizados, impelidos por la imperiosidad de aquellas cuerdas vocales.

—¡Oooo! —continúa el joven felicísimo del cumplimiento de su intuición: podía extender la nota y mantenerla hasta tanto quisiera.

El gentío puja por ingresar al recinto, aplaudiendo y sin quitar el ojo del repentinamente famoso alérgico en vibración centrípeta. Se acrecientan los aplausos y el murmullo de admiración.

—Aquilito, por favor —le susurra la madre.

—Aquiles —le grita zarandeándole por los hombros, resquebrajando el prodigioso sonido.

—¡Oh, no!

—¡Por favor! ¿Qué hace, señora?

—Aquiles —le vocea de nuevo aspirando a predominar patéticamente sobre las maravillosas coloraturas.

Si de algo está bien consciente el muchacho, además del poderío de sus cuerdas vocales, es del peligro implícito en el cese del chiqueo de su nombre, preludio del aluvión de trompadas con que Ydra se enfrentaba a las locuras de aquellos espíritus inmisericordemente cebados en ella y en su hijo. Porque estaba segura: no era uno solo, no podía serlo. El que escapaba corriendo desnudo de la casa con una erección no era el que se sentaba femeninamente en cualquier sitio, el dibujante de figuras y el anotador de frases incoherentes en la libretica no eran la soprano. Según le explicarían después, la soprano no podía ser la contralto, al menos no en esas tesituras elevadísimas y perfectas.

El horror de lidiar con una colonia tal de muertos encarnados por turno en el cuerpo de su hijo, lo acrecentó un hombre deseoso de ayudarla. Como ocurre con las ayudas no solicitadas, el efecto fue contrario al esperado e Ydra casi enloqueció con la pretendida elucidación: “Son personalidades de vidas anteriores, afloradas por razones misteriosas. Su hijo debía ser una suma de ellas, no manifestarse por separado, divididas. Ese es el problema, no lo demás.”

La madre descartó de inmediato la opinión del hombre, optando por la versión de los espíritus. ¿Existencias pasadas? ¿Reencarnaciones? El diablo también había hablado por boca del individuo con quien había conversado en esta consulta hacía un mes. ¿Y cómo iba a decir que lo demás no era un problema? Aquilito completo lo era. Más le hubiera valido no parirlo, como le aconsejaron por la edad, los vecinos y unos familiares lejanos. Pero estaba tan profundamente sola.

Aunque la complacía muchísimo, su pertenencia a la iglesia estaría inconclusa sin pasar por el rol de madre. Se había demorado porque en un pasado como el suyo no habría cabido un niño.

“Muchos deben tocar fondo para renacer”, le había explicado el pastor, “ahora podrás cumplir tu verdadera obligación de mujer: un esposo decente, la maternidad. Con diaria humillación ante el Señor, por supuesto”.

Ydra optó por la versión de los espíritus. Jamás le transmitiría a su confesor ninguna de estas interpretaciones de la enfermedad de su hijo, ¿cómo iba a hacerlo si él mismo le había advertido de la presencia intermitente de Satán en los desafueros de las posturas y los alaridos del adolescente? ¿Con quién hablar, a quién comunicarle ese dolor tan afilado y silencioso, tan inquebrantable y creciente, que no es del cuerpo y no lo cura nada?


Las trompadas de Ydra han resquebrajado la elevada nota mantenida, aunque solo por unos segundos porque Aquilito, de un siguiente ahogo, ha extraído fuerzas para regresar al do de pecho. Los ojos del niño lloran embriagados de la magia producida por la hermosísima emanación de su garganta. Ni la canícula destapada por la cantidad de personas presentes en la habitación y por las que siguen entrando, detiene la prolongación del vocalizador en heterogéneos y pasmosos coloridos.

Ydra ha sido sometida por dos hombres y una mujer que la acusa de «mala madre». Aquilito ya puede dejarse arrastrar por la resonancia, como su intuición le había sugerido, para crear un sonido único escuchado en el barrio donde está enclavado el hospital, y que maravillaría a la ciudad y principalmente a él mismo. ¿Para qué poseer ese talento si no era para gozarlo todos juntos?

Un ferocísimo ahogo termina por agitar el cuerpo, y la contundencia de una exhalación sobrehumana arrastra con la vida del adolescente, envuelta en un eco que parece buscar una salida entre los aglutinados en el recinto, los pasillos del hospital y sus calles aledañas. Durante unos segundos, confundido, el eco se pega al techo, baja y gira sobre sí dispuesto a no dejarse embrollar por la multitud y la cerrazón del lugar, hasta encontrar el resquicio adecuado por encima de las cabezas de los presentes, interrumpiendo la atmósfera de celebración. Escapa dejando atrás un silencio desabrido, plúmbeo y un miedo sórdido. Acaso, por el repentino contraste, la muchedumbre percibe de súbito que ha acabado de perder trazos de una extraña e irrecuperable felicidad.

Y mientras, Aquilito ha caído en la silla de la cual se había parado para mejor defenderse de los golpes de su progenitora, retenida por los brazos de los dos hombres y de la mujer que la acusa de mala madre. En los ojos desmesuradamente abiertos del joven desgajado sobre la silla, la expresión traviesa y fascinada de quien ha hecho un gran descubrimiento.

1 comentario:

Jacobo dijo...

Muy bueno. Muy bien estructurado. Menos lo del "cocido."