miércoles, 30 de julio de 2014

Una paja a las doce del día en el verano de Miami es devastadora para el soma


Ernesto González (de su novela Descargue cuando acabe)

Sabía que a pesar de la libre expresión floridana, algo estaba pasando con los gays de Miami. Había oído los cuentos y conocí varias locas muy militantes de la mariconería. Una era dueña de una revista gay y escribía una columna para maricones en un se­manario en español. Por ella y por la literatura que repartían los naturistas, supe que Halouver estaba en la mirilla de una tal Con­certación Cristiana y de ciertos senadores floridanos. No era mo­ralmente aceptable para la cristiandad conservadora una playa de aquella catadura, llena de maricones ávidos. La moralidad parecía ser estrictamente geográfica para estos cristianos concertados de La Florida. ¿No había visto, con estos lentes de contacto de águila, cómo un flaco masturbaba a una flaca un domingo en South Beach, por la calle veintisiete, llena de familias con niños? Aquella paja a cielo abierto había provocado consternación a las madres cercanas al evento, ¿y qué había pasado? Nada. La Con­certación Cristiana debería ampliar su radio de acción.

Iba caminando como de costumbre muy atento a lo que pudie­ra ver por South Beach que siempre era mucho, variado y de pri­mera. De pronto, como a unos cien metros de distancia, vi algo similar a un codo que se movía de arriba hacia abajo y viceversa. Apretando el paso y mejorando mi perspectiva detallé el cuadro. En realidad aquello parecía ser lo que era: una pareja pajera. Ella yacía en la arena, de cara al sol. Él, al costado —acostado, cla­ro— hendía y sacaba sus dedos de adentro de ella, una flaca, re­moviendo su vulva, promoviendo sus suspiros, quejas y muecas. El codo del hombre —un flaco— cada vez más alto y más rápido, no podía menos que llamar la atención de los niños por los alrededores. Los infantes abandonaban sus castillitos de arena o sus pelotas en la costa, y sus barquitos, balsas o salvavidas en el agua para aproximarse a revelar el misterio del subibaja de aquel codo.

Los flacos ni se dieron por enterados. El codo díscolo y los rugidos y muecas de la flaca no mermaron un ápice su velocidad y sonido respectivos aun a unos pies de los niños. Enfrentadas a la creciente curiosidad de sus críos, algunas madres optaron por recogerlos y alejarse y a duras penas arrastraron a sus maridos.

Cuando llegué al sitio en cuestión, la pareja de pajeros había entrado en una etapa feroz de su faena. Él miraba hacia el rostro de ella, moviendo su brazo a velocidad inaudita, descomedida, astronáutica. Ella, con sus ojos fijos en los de él, emitía gruñidos, silbidos y bramidos audibles y proporcionales a la extraordinaria celeridad de aquel codo. Aquí también se habían formado varios círculos de admiradores. Exceptuando a las madres huidizas, los círculos de estudio y el resto de la gente observaban el lance con indiferencia, como tolerantes. Hipocresía straight. Cualquier mu­jer sensata adoraría estar en poder de los dedos gordos, ásperos y profundos de aquel flaco, poseedores de tal maestría; cualquiera fémina en sus cabales hubiera añorado semejante ejecución masturbadora dentro de sí. Seamos francos.

Por mi parte me puse mal, y me acerqué a la pareja de pajeros. Tanto, que decidí irme al agua a sonarme una paja, al ritmo y con la gritería silenciosa de los flacos. Me la hice y partí. Una paja a las doce del día en el verano de Miami, es devastadora para el soma. Me fui a comer y descansar, y dejé a la pareja entregada a su ac­ción interminable. Los flacos descuidan el soma, son demasiado gozadores y no tienen la fortaleza de los negros. De ahí viene ese dicho de flaco matao.

Calculo que entre lo que descubrí el espectáculo, me acerqué y me fundí con él desde el agua, contando los minutos de frustra­ción, ansiedad, indecisión y temor que acarrean estos retos a cielo abierto, habrán pasado alrededor de dos horas. En ese lapso jamás escuché lo que se dice una queja, ni siquiera de las madres que se espantaban con sus críos; ni nadie trajo a un policía ni nada. No vi a ningún cristiano, concertado o no, asomarse ni decir esta boca es mía en aquella área pajera de playa. En Halouver Beach otro gallo hubiera cantado a los dos minutos de iniciarse un quehacer mas­turbatorio de tal connotación.

No me cabe ninguna duda de que los matrimonios straights presentes directa o indirectamente en el field, incrementaron ese tipo de manualidad durante sus juegos íntimos. Eso no me lo quita nadie de la cabeza. Es que había una maestría colosal en el movi­miento de aquel codo y en su ejecutoria en general. Aquel flaco era un as de la masturbación.

Como vivimos en un mundo de marketing, a alguno de los espectadores se le ocurrió anunciar cla­ses de paja a precio módico. Técnica Masturbatoria Indostana, la llamó. Leí el anuncio en el semanario Newscity. Yo sé que de in­dostana esa clase no tiene nada. Ése fue uno de los que estaban por allí, contemplando conmigo aquella paja histórica, pletórica y catatónica; y le sacó partido, además de en su aspecto erótico, en su aspecto marketeable.

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