martes, 28 de enero de 2014

Si el título - siempre según el discurso auto-justificativo de José Alessandro Herrero - hubiese sido concedido por la importancia y méritos de los servicios prestados a la Corona Española de la misma mano de no sé ya qué Rey, - si Borbón o Habsburgo - a cierto ingeniero italiano de apellido Alessandro, venido a hacer puentes en la Península Ibérica por allá por los siglos diecisiete o dieciocho

Ramón Alejandro
(Tomado de La familia calandraca)

“De una puta y un gitano nace el vallisoletano”; me dijo a rajatabla mi amiga Antolina Pascual cuando le conté que a una sobrina mía que vive en Nuevo Jersey, se había hecho una prueba de ADN a través de la red de internet, y le había dado el inesperado resultado de que en sus venas corría sangre maya y gitana. Queriendo saber el origen de sus antepasados antes de parir su primer hijo, envió su saliva de la manera convenida a unos laboratorios especializados que prestan ese tipo de servicios.

Lo de maya no podía venirle más que por parte de mi madre, es decir su bisabuela, - porque nació en el puerto de Progreso que está situado en la costa de la península de Yucatán - a muy corta distancia de la ciudad de Mérida. Eso quería decir que su tatarabuela, - mi propia abuela - engañó a su marido con un indio yucateco, o con un mestizo. O bien que de ahora en adelante; - para salvaguardar el honor de mi santa abuelita - tendría que considerar seriamente que mi madre hubiera sido adoptada. Esta segunda versión de aquellos hechos ya tan lejanos; no sería del todo improbable, ni tan descabellada como podría parecer a primera vista; dado que en aquellos cuatro años que pasaron en tierras mayas, mi pobre abuela Amparo había perdido una parejita de jimaguas, - como solemos llamar en Cuba a los gemelos.

Parece que al ser bautizarlos un día de inusitado frio invernal en esas meridionales latitudes del Golfo de México, - cosa bastante poco corriente - tuvieron tan mala suerte que con el frío del agua bautismal atraparon sendas pulmonías y murieron de sus consecuencias. Así fue como me lo contó mi abuelita. Vaya usted a saber, porque en esa época cualquiera se moría de cualquier cosa. Por otra parte mi abuelo era tan neurasténico, - y vivía tan absorto en su mundo imaginario - que quizás no fuera muy dado a darle el necesario gusto y consuelo que legítimamente cualquier mujer merece recibir de su esposo por debajo de las sábanas del lecho nupcial.

Sobre todo durante esos prolongados insomnios tan frecuentes entre los habitantes de las tierras calientes que bordean al Mar Caribe. Muy en especial durante las tan tibias como largas madrugadas como solían ser aquellas que, - antes de que se generalizara el uso del aire acondicionado, - sufría resignadamente la población de los países tropicales. Porque siendo madrileña y panadera, es decir, - al fin y al cabo de clase popular - según ella misma nos lo dio a entender; las costumbres de esos relajados tiempos de la regencia de María Cristina solían ser bastante libertarias antes de que la dictadura de Primo de Rivera y la subsecuente beatería franquista acogotara moralmente a la población después de los horrores de la Guerra Civil y la caída de la República. Pero lo de que fuera entreverada, - es decir hija de gitano y paya o de paya y gitano - que quizás lleve otro nombre que ahora no recuerdo, es cosa bien probable.

Yo mismo me tendría que hacer esa maravillosa prueba para saber el resultado que en mi caso daría; y de ese modo poder escudriñar la inapreciable información que esos memoriosos genes atesoran. Aunque mis bisabuelos no fueran de Valladolid; sino de Zamora, - que no queda muy lejos - la memoria ancestral vernácula de esa zona de la meseta central de la península ibérica, aún conserva el recuerdo de que en pretéritos tiempos de esplendor económico; antes de que le viniera la funesta inspiración de expulsar a moriscos y judíos a la Reina Isabel la Católica, - hundiendo en la inopia a sus infelices reinos - cierto número de tribus gitanas, - abandonando su atávico nomadismo - se habían asentado en esos secos campos que se extienden ente los antiguos Reinos de Castilla y de León.

Fue a mediados del siglo XIX, y en plena decadencia del Imperio Español, que esos recios zamoranos, - poco limpios de sangre - se fueron a amasar la harina y hornear el pan cotidiano en beneficio de los vecinos de aquel barrio de Lavapiés en lo alto de la calle del Ave María; a cuya modesta panadería fue a cortejar a su hija Amparo mi supuesto abuelo José Alejandro Herrero. Porque de ahora en adelante tengo que poner en duda; - después de haber recientemente adquirido el conocimiento de estos datos científicos - el hecho de ser de verdad su nieto. Este putativo abuelo, era a la sazón estudiante de Bellas Artes en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, - situada muy cerca de la famosa Puerta del Sol - en la calle de Alcalá.

Muchos dolores de cabeza y preocupaciones sufrieron esos pobres bisabuelos zamoranos; porque aunque el señorito de mi abuelo fuera un hombre de cierto rango social, - con pretensiones a un peregrino título nobiliario que nunca nadie más que él mismo jamás pudo ver, ni mucho menos tener en sus manos - como para permitirle afirmar a ciencia cierta la concreta realidad de su supuesta validez e improbable existencia.

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