martes, 9 de abril de 2013

Marx, Lafargue y los demás

Iván de la Nuez
(Un fragmento del epílogo de Fantasía roja, Debate, 2006)

Como en la famosa caricatura del Almuerzo Estructuralista —Lévi-Strauss, Lacan, Foucault, Barthes…— aquí están, frente a sus copas respectivas, en un bar de Berlín del Este, Sartre, Oliver Stone, Manuel Vázquez Montalbán, Régis Debray, Graham Greene, Robert Redford.... La lista nunca es fija, crece o disminuye según la intensidad de la conversación, la capacidad de asimilación del alcohol y los compromisos diversos de estos personajes.
Pueden entrar y salir casi hasta el infinito músicos y actrices, escritores y directores de cine, periodistas y filósofos. Pueden llamarse Allen Gingsberg y Cartier Bresson, Billy Joel y Gina Lollo-brigida, Rita Coolidge y Danny Glover, Noam Chomsky y Kris Kristofferson, The Weather Report y Manu Chao.
Hay una representación latinoamericana: Mario Benedetti. Ya es octogenario, conoce perfectamente el alemán —¿Cómo olvidar su intervención en El lado oscuro del corazón?— y dormita cansado de un largo viaje: el jet lag es implacable incluso con los inmortales.
-Lo primero que debemos saber es que Cuba no es un país normal -dice Régis Debray ante la mirada comprensiva de su maestro Sartre. Es una revolución, y las sociedades en revolución no se analizan igual que nuestras aburridas democracias occidentales. Pero, además, no es sólo una revolución; es una revo-lución en la revolución.
-Yo diría más —apunta Sartre—. No es sólo una revolución en la revolución, sino algo más importante: es una revolución sin ideología, en la que el pueblo define los esquemas teóricos.
Benedetti despierta de su letargo y apuntilla sin miramientos:
—Y hay mulatas en todos los puntos cardinales.
Con la misma, regresa a su ensueño.
—No podemos olvidar —dice Stone sorbiendo una cerveza—que además de todas esas teorías de la vieja Europa, los nortea-mericanos estamos fascinados por un enemigo indoblegable, un boxeador que no cae: Fidel Castro. Debo añadir que un hombre de palabra. Desde Roma no se veía un Aníbal de estas características.
—Yo, precisamente, lo consideré un Atlante —espeta Vázquez Montalbán—, ésa es precisamente la portada de mi libro Y Dios entró en La Habana. Sólo les advierto —y aquí el padre de Carvalho sorbe lentamente su whisky— que si bien Dios entró en La Habana, mi libro nunca pudo entrar…
—Pamplinas —dice Graham Greene, mientras le da con solvencia a su gintonic—, las prohibiciones que imperan en Cuba no son demasiado distintas a las que conocemos en Occidente. Díganme ustedes, señores míos, ¿cuál es la sociedad que no reprime al que la contesta? Ésa es la razón por la que escribí Nuestro hombre en La Habana, que trata sobre la época final de Batista. A Fidel no se le puede comparar con un Chirac o un Blair, ni siquiera con un Aznar. Hay que compararlo con el monstruo al cual sustituyó. Y con él, a todos esos cubanos con las maracas en las manos, satisfaciendo a los turistas y prostituyéndose. ¿Dónde se encuentra hoy eso en Cuba?
Después de un largo bostezo, Benedetti regresa a la conversación:
—Y hay mulatas en todos los puntos cardinales.
Un silencio sobrecoge entonces a toda la mesa. Marx —Karl Marx—entra en el bar formidable de Berlín del Este. El maestro no va solo. Quiero decir que el humano Marx va acompañado. Ya sabemos que los genios van siempre solos, aunque los acompañe la multitud. En este caso, Marx —Karl Marx— está acompañado por un joven con una estampa algo exótica. Se sientan, ambos, en la mesa contigua de nuestros amigos, que se dedican a escuchar la conversación.
El joven se llama Paul Lafargue, Pablo Lafargue para los cubanos. Pretende a Laura, la hija de Marx y, por qué negarlo, la tiene totalmente seducida. Lafargue, de Santiago de Cuba. Ella, alemana, de la vieja Europa. Lafargue carece de importancia para aquellos grandes de la izquierda que sólo tienen ojos y oídos para el maestro, imbuidos, acaso, de una secreta superstición. Si el maestro ha aparecido allí, junto a ellos, es porque trae la clave de la li-beración del proletariado en nuestra era global.
Ésta es, sin embargo, la conversación que ellos escuchan:
—Si quiere continuar sus relaciones con mi hija tendrá que reconsiderar su modo de hacer la corte —dice Marx—. La intimidad excesiva está fuera de lugar, sobre todo teniendo en cuenta que habitan en la misma ciudad.
—Nos amamos y nos amaremos en libertad, como propugna nuestra filosofía revolucionaria, incluidos mis ímpetus —aclara el cubano.
—O se comporta, o Laura quedará muy lejos de usted. Ya advertí que un mestizo como Bolívar no podría liberar a un continente y ahora le advierto que si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer mi razón entre su temperamento y mi hija.
Sólo Benedetti habla en medio de la monserga del gran Marx:
—Y hay mulatas en todos los puntos cardinales.
Ése es el momento preciso en el que Marx y Lafargue (este último abona las dos cervezas a medio consumir) se levantan para abandonar el recinto.
Yo, tras ellos.
Fascinado, no voy a negarlo, por la figura de aquel cubano que, en mi particular y disparatada teoría, escribió El derecho a la pereza contra su suegro y situó el vacilón y la vagancia como verdadera liberación del proletariado. No sólo eso: Lafargue, a quien en Cuba incomprensiblemente no se venera, tuvo tiempo de casarse con la hija de Marx, hacer un pacto suicida con ella, ser protagonista del partido socialista español o el francés y, una vez cumplido el suicidio, soportar la despedida de duelo de Lenin en un frío cementerio de París.
Como podemos suponer, suegro y yerno no siguen juntos. Marx parte, posiblemente, hacia la eternidad, Lafargue se adentra en el Berlín poscomunista, en la ciudad posterior a la caída del Muro. Compra unos discos de música electrónica en Prenzlawerg, se apunta la fecha de la Love Parade, come en un restaurante vietnamita —Cho—, y adquiere después unos libros en inglés en una tienda dedicada exclusivamente a los Cultural Studies. Yo le sigo de cerca (esperanza y alerta, no olvidemos esto).
Todavía hoy intento seguirle de cerca e imaginar la revolu¬ción por esa vía menor, individual y libre que Lafargue cifró una vez y la izquierda no ha sido capaz de escuchar.
Ésa es mi fantasía.
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(*) Esta escena, obviamente, nunca sucedió. Las palabras, en cambio, sí fueron dichas o escritas tal cual por los personajes.

3 comentarios:

JR dijo...

Delicioso. Genuinamente Iván. Una puesta en escena que haría babearse a Woody Allen.

Anónimo dijo...

everybody loves iván...

Anónimo dijo...

Que bueno ....de verdad lo he disfrutado...vaya quimera tan propia de los que vivimos los setenta con todas las categorizaciones sobre la izquierda que se crearon....A mi siemmpre me gust'o los situacionistas de Debord

Amilcar Barca