jueves, 7 de agosto de 2008

Las peripecias de Chelo y Papayi


Ramón Alejandro (de su libro inédito Adua la pedagoga)

Papayi andaba ya ganándose la vida bailando por toda Europa, porque parece que la filología nunca le dio de comer. El ballet fue lo que siempre le resolvió los frijoles cuando la cosa se le ponía difícil, que era la mayor parte del tiempo, porque ella, la pobre, era de Mayajigua y había tenido que salir pitando de Las Villas para La Habana por tiquismiquis familiares que no cabe contar aquí. Desde muy niña se tuvo que valer de su finura e inteligencia, de las que estaba muy bien dotada, para echar para adelante con todo su consuetudinario familión a cuestas. Pues se daba el caso, como tan a menudo sucede en las familias cubanas, que esa loca despapayada era el único hombre responsable de su hogar. Y que en ese hogar se comía gracias a sus chassés croissés y sus fouettés. Y hasta con sus couchés allongés y otras piruetas en la punta de sus zapatillas de raso debidamente codificadas por la coreografía clásica y romántica de los repertorios internacionales, en uso y abuso, de los teatros de las metrópolis más exigentes del arte del ballet. Y fatalmente, con el simultáneo revuelo de tantas mariposas tropicales que impulsadas por los vientos huracanados que soplaban entonces sobre los cañaverales de nuestra ardiente Patria iban posándose sucesivamente una a una sobre aquellos temblequeantes andamios europeos, fue que terminó por coincidir en Roma con la Chelo, que a la sazón andaba suelta por ahí disfrutando de una de esas becas que repartió generosamente al empezar su triunfal gestión el gobierno revolucionario. Y como se sabe que Roma fue «ciudad abierta» al final de la Segunda Guerra Mundial, a lo mejor es por eso mismo que atrae tanto a las «abiertas» de todo el mundo. Y también parece que fue justamente en esa misma ocasión que la Chelo se desgració conociendo a François Baahl, quien subsecuentemente le jodió su vida entera. Pero, por aquel entonces todavía estaba ella sola, toda extasiada disfrutando de las pinturas murales de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina sin sospechar todavía lo que se le venía, y que estaba justamente a punto de caerle encima. Cuando aconteció que como en un sueño, sin esperarlo, tal y como dice la canción «Imágenes» de Frank Domínguez, un viejo francés se le encarnó a primera vista dentro del intrincado circuito turístico que recorre los largos pasillos, espaciosas galerías atiborradas de venerables antigüedades, y suntuosos salones de los inextricables recovecos intestinos de la Ciudad del Vaticano. Y la Chelo, que a pesar de ser camagüeyana era tan puta como si hubiera sido habanera, se lo puso como si nada, luego de haber calculado inmediatamente a simple vista el rico potencial de eventuales y futuros adelantos profesionales que este director de colección literaria de la prestigiosa casa de ediciones del Seuil podía representar para quien como ella, ya se había estado adiestrando desde hacía muchos años no sólo en las lides literarias en su lejana provincia camagüeyana sino también más recientemente en revistas y medios literarios habaneros. Porque Severo, como su emblemática Chelo, desbordaba de ambiciones y aspiraba también a conquistar a algún Maharajá de cualquier reino que fuera, y si ese reino tenía que ver con la literatura, más que mejor, porque si tanto se habla de la república de las letras, cuánto más no se podría decir de un imperio literario como aquel en que esa Momia lo podría entronizar. Y ese vejete parisino, por muy malo que estuviese. Y que quede claro que sus formas no tenían nada que ver con las del canon de Policleto, ni con el de Mirón o el de Fidias, ni tampoco con el de Praxíteles.