martes, 13 de septiembre de 2005

La tortuga



Alejandro Robles 

Nuestras perversiones rara vez son comprendidas, no suelen tener explicación. Las perversiones deben ser aceptadas sin más; justificarlas anularía su condición de secreto y su naturaleza licenciosa. En una ocasión, en la que mi mujer estaba ausente, comencé a masturbarme viendo una película pornográfica. De pronto, sin que yo lo advirtiera, mi mujer llegó a la casa, entró a la habitación y me halló masturbándome frente al televisor. Mi primera reacción de elemental supervivencia, fue cambiar de inmediato el canal de televisión. Apareció entonces un programa ecológico sobre el nacimiento de las tortugas. Tenía ante mí (y a toda pantalla) una tortuga con su enorme sexo dilatado y enrojecido, desovando huevos por su vulva como por una cañería obscena, despidiendo lentamente una sustancia viscosa y traslúcida. Mi mujer dirigió una mirada al televisor, pero no dijo nada. Para desviar su atención -y excitado como estaba por la película pornográfica- la poseí en la sala de televisión con un fervor y un frenesí (debo reconocerlo) del todo inusuales en mí. Nunca hablamos de aquel extraño incidente; me avergonzaba confesarle que me masturbaba con un pellejo (como suele llamarse vulgarmente a las películas pornográficas), pero seguí masturbándome en su ausencia. Años después, cuando nuestra relación sexual comenzó a declinar dramáticamente, mi mujer llegó una tarde con un obsequio para mí. Me había traído de regalo una tortuga.

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