domingo, 4 de diciembre de 2011

Mi terraza en Tejadillo


Ernesto González

Los sábados por la noche y los domingos el juego predominaba en el burgo de costura y tijeretazos de la calle Tejadillo, con su cocina, un cuartico con la litera de los jimaguas, la cama de Tita y Pichi y un cuarto de seis metros por cuatro. Lo sé por las veces en que fue medido en mi presencia, por presuntos compradores, en esas empresas de Tita destinadas a mejorar la vida de sus hijos. Mi terraza, la llamaba Tita, fantaseando con el traspaso del frescor del portal, el patio y el traspatio de la casona de Ciego de Ávila, a una azotea de La Habana Vieja. Al solar se entraba por el portón de madera, se atravesaba el patio de cemento y se tomaba la escalera de caracol a la cual los jimaguas conectaban un cable de doscientos voltios, al atardecer, para evitar equivocaciones de la gente. Un grito de ¡sube! aseguraba la desconexión del sistema de seguridad, uno daba seis vueltas en espiral ascendiendo por la escalera estrecha, y entraba mareado y encogido al único burgo auténtico de la ciudad.

Habíamos sacado la mesa para la terraza, y jugábamos canasta. Tita y Consuelo seguían concentradas en las cartas que iban recibiendo de mis manos, revisándolas y organizándolas por su valor en las suyas. Mami se casó hoy por la tarde, soltó mi marido.
¿Cómo?, ¡no lo puedo creer! Mi suegra ni chistaba. Las cartas apiladas en el canastero aumentaban. Con la esperanza de llevarse la tonga de cartas para hacer canasta de canastas, a Tita poco le importaba el resto de la humanidad. Hasta podía ser bombardeado el barrio y destruida «mi terraza». Tita sólo tenía ojos para el abarrote de cartas en el canastero colocado al centro de la mesa. Miró con ojos de viciosa a su compañera de juego y dijo: Jueguen, niños, por favor, jueguen.

Ángel y yo estábamos perdiendo, nos veríamos obligados a entregar el paquete de cartas que ansiábamos los cuatro. Con Tita y Consuelo lo mejor era perder, eso nos evitaba presenciar una bronca infinita en la que las dos se acusaban por malas jugadas. Ángel taponeó el paquete con una «flor». Consuelo se quemó con el gnomo rojo que corría de extremo a extremo de las comisuras de sus labios y lo escupió: ¡Coño!

Ángel estaba luchando por irse. Quiero decir, por irse del juego. Cerrarlo, soltar las cartas de mano para que no se las cuenten y terminar el juego sin que las vencedoras posibles completen su canasta de canastas. Por eso a Consuelo y Tita cada tapón que las alejaba del paquete, les caía como una zozobra. Las dos encendieron cigarros. Mi impaciencia por saber quién era el nuevo marido de mi suegra y enterarme de los pormenores de la boda, la resolvió Ángel con un seis que echó en el canastero.

¡Al fin, cará!, soltó Consuelo parándose para ir al baño. Raras veces un contrincante se les había ido a estas jugadoras de la época y tampoco sucedería esta vez. Tita suspiró y cogió las cartas de mi marido y las mías para contar su valor. ¿Para qué vas a contar?, dijo Ángel, no pierdas el tiempo, ahí está la canasta de canastas. ¡No, no, no!, insistió Tita, hay que contar y pagar. Las deudas de juego son deudas de honor.

Ángel desembolsó los cuatro pesos y veinte centavos. Tita separó dos pesos y diez centavos para Consuelo y su mitad de la ganancia la guardó en el monedero. Enseguida, con mayor alegría por haber completado su canasta de canastas que por tener marido, Tita se viró hacia mí: Ay, hija, lo que no me gusta es que es bajito y colorado. ¿Sabes cómo le dicen sus compañeros de la prisión? El pescadito.

Ocurrió un milagro de pulcritud y hábitos escolásticos, de sistematicidad y ornato nunca vistos en las habitaciones de los Augiers desde los tiempos de la casona de Ciego de Ávila, cuando aún no habían emigrado a La Habana. El derrame de ceniza y nicotina de los ceniceros grandísimos, que trasnochaban y dormían apestando a demonio encima del televisor y en las losas del piso, desapareció como por encanto. Se transfirieron al infierno los cabos manchados de pintura de labio de Consuelo y los de cigarros caros de las clientes barnizadas de Tita, junto con ciertos cabos al natural que también contenían los ceniceros. Los despojos de la costurera haute couture de Tejadillo, como se auto-proclamaba Tita, se desvanecieron. Esos desperdicios que un día juré no volver a barrer, por resurrectos y desafiantes, veteaban la superficie de «mi terraza» con trozos de lamé, licra, ballenas para el busto, hombreras, lentejuelas, canutillos y lazos de las clientes venturosas, junto con los colorines, el brillo y el láster de las menos afortunadas cuyo costo de hechura Tita rebajaba a petición.

Los desayunos, almuerzos y comidas en casa de Tita siempre habían gozado de la filosofía de sírvanse que los calderos están llenos. Era una invitación perenne de mi suegra a la familia y a cualquier visitante, para que vaciaran las cazuelas desde las hornillas donde estaban colocadas. Esas comilonas de casa de mi suegra, que ignoraban las complicaciones estomacales, adquirieron una fidelidad británica a los horarios. Las peleas entre los jimaguas, y con Pichi a la hora del baño, las discusiones sobre béisbol de sus hijos varones y sus historias de conquistadores, ya no eran mitigadas por los exabruptos sin asperezas de Tita, sino con frases delicadas: Niños, hablen bajito, por favor, tranquilícense. No me dejan oír, muchachos, no me dejan oír a Felipe, por favor.

Las frases de Tita, que controlaban las furias adolescentes de sus retoños, nunca habían sonado demasiado fuertes, y ahora eran de una total levedad. Un milagro restituyó a los Augiers el orden de la vida de los tiempos de su casona de Ciego de Ávila. Un milagro realizado por el rebrotar del amor en el alma de Tita. Y causado por un solo pescadito.

Tita venía a casa a menudo a ver a su nieto. Le traía pantaloncitos y camisitas confeccionados con retazos y muy bien combinados por la maestría de la única haute couture de La Habana Vieja. Un día le pregunté si eran reales las especulaciones que tejíamos mi marido y yo.

Ay, hija, el hombre me está rondando, y yo no me decido. ¿Y por qué, Tita?, Felipe es una persona agradable, un hombre tranquilo, serio. Ay, no sé. Tanto tiempo sin tener marido... Esto no estaba en el programa. ¿Te agrada? Sí, sí. ¿Y entonces? Hay una situación difícil, mi nuera. No le habrás cogido miedo al sexo, ¿no? Bueno, sí, en parte. Pero, además... ¿Acabarás de hablar, chica? Ay, Ely, no lo vas a creer de una costurera: tengo un solo blúmer sano, mi hija. ¡Ay, Tita, vieja!

Me los mostró al día siguiente. Los blumers de Tita habían recibido una descarga de fusilería de variados calibres. Ni ella, con lo magnífica que era dando puntadas y haciendo dobladillos invisibles, hubiera podido enhebrar el campo de batalla hueco y ajado que eran sus blumers en la gaveta del escaparate. Arriba, Tita, la embullé, mañana nos vamos para las tiendas a la caza de blumers. Con dos que me tocan a mí y dos de tu libreta podrás ir tirando. Vas a ver. Ni te molestes, que no hay. No importa, vamos a las quincallas de los repartos.

Repartiéndonos el tamaño y el peso de mi hijo Angelito, Tita y yo visitamos varias tiendecitas de Buena Vista y Almendares. Nada. Nos informaron que los habían sacado en Guanabacoa y hasta allá fue Tita sola. Nada tampoco. Yo guardaba dos blumers nuevos en mi cómoda y se los di.

Tita pudo volver a disfrutar del amor. En las fotos que me había mostrado, junto a Ángel el viejo y a sus cuatro capullos de varones, resplandecía una Tita como la que yo veía ahora. La Tita que desaparecía cuatro o cinco horas de «mi terraza», acompañada por un pescadito manchado de rojo que se la llevaba a la posada de 11. Después me convencí de que me había extremado en la comparación. A pesar de mi visión acrecentada por el gusto de ver a Tita sin soledad, supe que el amor la había retoñado. No sería el amor fructuoso que nos rodea de hijos y nos ilumina con devoción. El amor del pescadito era precario y gris por los años de reclusión y nunca llegaría a ser lo que Tita sintió por Ángel el viejo. Pero era un amor que desgranaba urgencias por sembrarse, y lo logró. Es que es así, cada mujer tiene dentro un despertar permanente que reverdece al contacto con la más simple esperanza.

«Mi terraza» fue fortificada por los Augiers, a pesar de las protestas de Tita, con cinco troncos que Pichi no había tallado, una talla de un metro que evocaba una pareja haciendo el amor, una plancha de cobre y unas cavillas. Eso y unos cien ladrillos eran el armamento con el cual mi marido y sus hermanos defenderían el burgo de su madre. Imagínense, se disculparía Luis después, estábamos en el mitin de repudio de Roly, y un tipo de cuarto año empezó a hablar de ustedes dos, que si la mamá de ustedes se iba, que si ustedes no habían ido a clases...

Como estábamos cerca de Tejadillo, ya tú sabes, completó un segundo compañero de los jimaguas, pa’llá, menos mal que pudimos avisarles. Entró al patio el grupo de la repudiación migratoria. Sin embargo, las vociferaciones de moda no hallaron eco en los vecinos de Tita, que cerraron puertas y ventanas. Oigan, hay un malentendido, los jimaguas no se van del país, recalcó una mulata que recogía sábanas y toallas de la tendedera del patio, es Tita, la madre, la que se va, ellos no. ¿Y cómo está tan segura?, atacó un gordo que nadie sabía de dónde había salido, en este país hay muchos tapaditos. Y siguió liderando el mitin con gritos de ¡que se vayan! Con esa premisa de equivocación, el bis de los universitarios se fue enfriando. Los jimaguas, arriba, asomados por las ventanas entreabiertas, notaron que sus compañeros de estudios se escabullían por el portón del solar hacia afuera. Hasta la instigación del gordo desconocido, hubo de recoger velas y desaparecer, vistos la deserción en masa y el aumento del silencio en el solar. Y el recitativo sin público ni orquesta acompañante que era su estampa de sudores y gritería, parado en el patio, manoteándole a la estoica placidez de «mi terraza».

Estábamos todos en allí. El policía de la motorizada, con la citación de la salida, subió la escalera de caracol a la cual los jimaguas le habían desconectado la doscientos veinte en su espera. Subió la gente de los cuartos de abajo. Del solar más familiar de La Habana Vieja no demoró nadie en ascender la espiral que conducía a «mi terraza», para despedir a Tita a las dos de la mañana. La besaban, la abrazaban repetidamente y se iban, porque sabían que Tita quería esos últimos minutos en Cuba, para sus hijos. Cuatro hombres llorosos, como hermosos troyanos que desearan reposar, rodearon a su madre y la abrazaron. Y se abrazaron a su vez, y se besaron todos, hermanos y madre. El olor a colonia en los pañuelos masculinos flotó sobre el grupo al secarse las lágrimas unos a otros, al besar las de Tita, al apretarse.

El pescadito y yo éramos dos intrusos sin territorio en esa pastoral de la despedida de los Augiers. Él, observándolos sentado a la mesa, quizás recordando que hacia donde se dirigía tenía tan poco esperándolo como tan poco le decía adiós desde donde partía. El pescadito pensaba, mirándolos, sin la alegría que esperaba verle. Yo, sin alegría, como esperaba verme. Volví a cojear. Mi clarividencia de hija volvía a cojear. Se me iba Tita, la perdía por no sé cuánto tiempo. Perdía a mi suegra querida, una suerte de torniquete que reimplantó la pata que debía haber sido mi madre.

Tita y el pescadito salieron de Cuba en una lancha el seis de mayo del ochenta. Tita dejaba en La Habana el llanto de cuatro hombres confundidos, un retoñito de varón que la extrañaría a diario y una nuera quejosa por el retorno de la cojera. Se iba a cumplir el destino rediseñado para ella por el arquitecto sin titular de su hijo.

A poco de haber llegado a Miami, y con la confusión de sus hijos fija en una sola imagen que se reproducía sin descanso, se sumaría otra ausencia al sobrecargado corazón de Tita. En la Oficina de Inmigración que programaba el futuro de los presos políticos cubanos, se le detuvo el corazón al pescadito. Felipe siempre me pareció un pescadito que vivía fuera del agua por una sed de supervivencia y condicionamiento de sus pulmones, no porque lo deseara. Como todo lo impuesto, el condicionamiento de sus pulmones era frágil y lo ahogó. En una cola para recibir su futuro, abandonaba a Tita a un destino remodelado por su hijo.