jueves, 5 de noviembre de 2009

Carne cubana para Halloween (continuación)

Ernesto González

Hay dos polvos blancos en sendas cartulinas colocadas en el piso. Uno de los tipos se aparta de Victoria para mezclar los polvos e inhalarlos. Antes de volver a presentarle su órgano a Victoria, el hombre le acerca la cartulina y el inhalador. Con maestría incomparable, sin desocupar su boca, Victoria inhala interminablemente estremeciéndose. Sus orgasmos se acrecientan a partir de esa inhalación; orgasmos escandalosos, cortantes, versados. Carlos sólo quiere que Victoria tenga cientos de orgasmos y colabora con los efectos de la droga moviéndose al ritmo de la muchacha, de manera que su placer no termine nunca. La eficacia de la boca de Victoria entrenada en el postgrado Molares Intrusos, y las drogas, desencadenan un hecho inesperado.

Los dos tipos empiezan a tocarse, se besan y se alejan de ella con determinación. Victoria ve con desespero cómo los hombres la abandonan. Se concentra en sus propios movimientos y goces. Sin embargo, no es igual desde que su boca anda desocupada. Victoria siente una feroz necesidad de sorber algo, lo que sea, por lo menos un caramelo de menta, para conectarse con sus orgasmos. El miembro masculino no la sacia, si no se lleva algo a la boca. De manera que busca en aquella masa que no distingue bien, y tropieza con un codo, una mano, un pie, hasta encontrar un trasero, el de Aldo, quien sigue poseyendo a la americana y cuyos genitales ya están colocados en la boca de Carlos, quien ahora se esfuerza por satisfacer con su lengua aquel sexo mojadísimo, sin desatender la ferocidad de Victoria encima de él.

La americana se encarga de ello pasándole a Carlos el cartón con los polvos y el inhalador. Victoria detiene por unos segundos imperceptibles sus movimientos, arrebata esos útiles de la nariz de Carlos y absorbe la mezcla blanca mientras sus orgasmos parecen convocarse en uno solo y continuado que la incita a gritar, sollozar y lloriquear sin consuelo. Victoria llora desconsoladamente moviéndose a una velocidad inaudita, y empuja a la americana quien cae al piso seguida por Aldo. Las piernas de Carlos están entumecidas. Aprovecha que la americana le ha dejado la boca libre. Se concentra en el desgarrado llanto de Victoria y la levanta un poco.

Victoria, pasada de peso y orgásmica, impide la maniobra de Carlos. El entumecimiento de las piernas puede socavar la dureza de su pene, así que Carlos insiste en la maniobra de levantar a Victoria sobre sí, que sigue gritando y buscando algo que llevarse a la boca para que su orgasmo no se detenga jamás. Hay una fuerte conexión erótica entre sus entrepiernas, llenas pero no saciadas, y su boca que ansía al menos un sencillo caramelo de menta. Carlos, de un tirón, se incorpora sosteniendo a Victoria, quien se calla, se contrae y cae al piso. Su cuerpo se sacude violentamente. Carlos aprovecha y se coloca encima de ella. Se siente fresco, la circulación vuelve a sus piernas y disfruta de Victoria que sigue agitándose. Por unos segundos, Carlos, contagiado por la sabiduría de Victoria, contribuye a su agitación. Victoria deja de estremecerse. Carlos sigue penetrándola, pero el silencio de la ávida Victoria le dice que algo pasa. Nota que su cuerpo está frío y desmadejado.

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Sentado al borde de la cama del hospital donde se recupera Victoria, Aldo determinó que asistirían a un grupo de terapia. Llamó y dejó innumerables mensajes en el teléfono de una clínica, que nunca fueron respondidos. A la semana se presentó allí. Tuvo que regresar varias veces para lograr una cita, porque las consultas estaban saturadas El siguiente problema que enfrentó Aldo, en la oficina del consejero que le habían asignado, fue la clasificación de la adicción. Como no había manera de que Aldo definiera bien sus adicciones ni las de su mujer, el consejero desplegó en la pantalla de su computadora un programa capaz de definirlas, de acuerdo con ciertos parámetros que se iban estrechando hasta resultar en una clasificación clínica que la computadora imprimía.

Le ordenó a Aldo que se sentara en una silla, le explicó la simplicidad del asunto y convocó al software con un dedazo en el teclado. La cuestión se reducía a responder a los parámetros propuestos en la pantalla. El consejero le mostró cómo usar el diccionario de sinónimos incorporado, por si los términos expuestos eran demasiado científicos, le deseó suerte y se despidió. Aldo vertió las generales de su mujer en la pantalla. El software empezó con un eufemismo. Dentro de una lista compuesta por un centenar de opciones, le pidió que señalara el tipo de ‘tendencia iterativa’ que contemplaría la evaluación. Aldo, no muy convencido, señaló ‘iteración sexual’. En términos diáfanos le preguntó la cantidad aproximada de orgasmos alcanzados por la paciente en media hora, una hora y así sucesivamente iba extendiendo la frecuencia con que la mujer solicitaba sexo semanal o mensualmente.

A continuación, preguntó por las combinaciones posibles de drogas consumidas y su interrelación con el patrón sexual ya determinado. Después pasó a enumerar las apetencias sexuales más agudas y a combinarlas con situaciones en la pareja o ‘en marcos eróticos ampliados’. Esta parte del cuestionario se hizo particularmente embarazosa, y Aldo estuvo a punto de renunciar al tratamiento. Es que había que detallar la conducta sexual en todas sus combinaciones imaginables. El software, incluso, motivó la mente de Aldo al punto de que sintió no haber realizado algunas de las osadas proposiciones que enumeraba y combinaba la pantalla de la computadora.

Se dio cuenta de que no había llegado tan lejos como había pensado. Aldo terminó de responder el cuestionario con una rotunda erección que lo obligó a ir al baño de de la clínica a desahogarse.

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