
Alfredo Triff
Ilustración: Jan Lenica
La capital europea se hunde en el gris siniestro, voces lejanas de batallones camisas-carmelita agitan al populacho. Wozzeck fue mi ópera favorita antes de escucharla en vivo. No debía serlo, si se compara con otras que conozco casi de memoria de haberlas tocado tantas veces desde “el foso” del teatro nacional. Por ejemplo la tríada verdiana de los años 70 de la ópera nacional: “Traviata”, “Rigoletto” y “Il Trovattore”. Cuántos aplausos, cuanto forro, cuántas pequeñas gemas. O “Tosca” de Puccini. ¿Bel canto? Nos, musiquillos hablábamos mierda de la ópera. Mofarse del bel canto era una moda pero teníamos razones. El engolado bel canto no es natural, cierto. Es un invento florentino barroco/temprano de ideólogos aristocráticos, cierto. El drama se nos antojaba cogido con alfileres (lo comparábamos con el cine). Cuánto tiempo perdido escuchando a Lully, Schütz y Purcell (el mejor de los tres). Jugaban ellos con técnicas caducas, soluciones greco-romanas dramáticamente abigarradas. Todo tiene su explicación: Hace seis años presencié una discusión en la sala de mi casa entre dos connoisseurs ya desaparecidos, el Dr. Juan Márquez y el abogado y pedagogo Rolando Amador. Ambos miembros del ambiente diletante musical habanero de los años 50 tempranos. La Habana tenía dos claques: los operáticos y los sinfónicos. Los segundos desestimaban a los primeros como aficionados de segunda. ¿Por qué? En la ópera la música es esclava del drama, pero no hay ni drama ni música. Por lo fragmentado del resultado, por su hibridez, la ópera es estructuralmente femenina, lo sinfónico, masculino (¿no había también en ese ambiente diletante su dosis de homofobia?). Los sinfónicos tenían las de perder: Mozart, genio del género sinfónico era un fanático de la ópera italiana (¿Habría ópera sin “Don Giovanni”?) El dios sinfónico: Beethoven, tiene a “Fidelio”, compuesta ya en su madurez (con coro de prisioneros políticos, de ahí que nunca se puso en La Habana castrista) Schubert tiene dos óperas (algo que conocen pocos músicos, pues casi no se tocan). Volviendo a la cena, Márquez y Amador pertenecían a grupos dispares*. Del anecdotario: Mediado de la década de los 40. Erich Kleiber dirige la sinfónica nacional, un extraño confidente, el Dr. Sastre, abogado y profesor de derecho de la Universidad de La Habana por los años 40, amigo personal del director. A principio de los 60 Sastre (ahora destronado y hecho mierda por los camisas verde-olivo fidelistas) conversa con el violinista Norberto Rodríguez en la casota del último en la calle Castro en Guanabacoa (llena de perros, y afuera enormes matas de mango y aguacate; Norberto tenía una hermana ciega, magnífica pianista). Lo que me cuenta Norberto: Entre otros muchos cuentos, Kleiber compartió con Sastre el meollo del estreno de la primera y única puesta en escena de Wozzeck de Berg en aquel Berlín de la decadente república de Weimar: Kleiber luchando con el teatro y su empresario para el debut de la ópera. Los amigos del círculo de Berg que le cambiaron la vida, de cómo Schoenberg se apareció en cada ensayo y luego se iban se iban a tomar cerveza negra en un bar famoso donde tocaba el prodigioso violinista gitano-rumano Abrai Nicolescu (luego asesinado por la Gestapo en 1939). De la vil persecución de Schoenberg en 1933, y de sus amores argentinos en Berlín que cambiaran la dirección de su vida. Sólo tres ensayos, el empresario llorando miseria, accidentes en la tramoya, los cantantes olvidándose las letras. El teatro casi vacío, con la presencia de los Schoenberg, los Berg, los Webern (sus respectivos alumnos) un Karl Krauss muy enfermo y Alexader von Zemlinsky quien había viajado desde Viena para el estereno. A través de aquella vívida experiencia del estreno de Wozzeck, Sastre revivió una época perdida para siempre. El cuento de Sastre me fue revelado en una audición privada de Wozzeck (con la Orquesta Sinfónica de NY con Dimitri Mitropoulos, Mack Harrel y Eileen Farell) en casa de Radosvet en el Cerro, con abundante Johnny Walker Red Label. Vi la ópera por primera vez en en Lincoln Center en NY: Kein haber fresse sie, Kein wasser saufe sie.
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*A principios de los años 70, recuerdo haber escuchado muchos discos “de la discoteca del Dr. Juan Márquez” (así rezaba el cuño en cada disco) en la Biblioteca Nacional. De sus cientos de grabaciones en el exilio ninguna era operática. Coincidencia que el viejo Márquez terminó siendo un gran amigo del exilio.