domingo, 31 de marzo de 2019

De cómo la belleza de mis 16 años me puso en primera fila de una lucha campal de desafuero


Ramón Alejandro

Se hubiera podido creer que la misma Yalodde con su Oñí, el poder de su miel, había súbitamente logrado sacar a Oggún del monte. La belleza de mis 16 años me puso en primera fila de una lucha campal, en la cual el desafuero sexual emborrachó a toda una población lasciva que durante demasiado tiempo se había distraído de su vocación amorosa para engañarse a sí misma con preocupaciones ajenas a su naturaleza sensual. Comencé a explorar los caminos que tanta fogosa profusión me prometían. Bajé por esa Calzada de Jesús del Monte para encontrarme con gente gozadora y erudita, que se aprovechaban de mi cuerpo abriéndome a cambio nuevos horizontes intelectuales.

Después de haber leído sucesivamente el Materialismo Histórico del Doctor Konstantinof de la Academia de Ciencias de la URSS, y La Rebelión en la Granja de George Orwell, comprendí los planes que animaban al equipo de improvisados legisladores que habían tomado las riendas del poder por la fuerza de las armas. Me embarqué con unas milicias que pretendían subir a la Sierra Maestra a presenciar la declaración de ya no sé qué reforma, agraria, urbana o cualquier otra fantasía de aquellos revolucionarios. Salimos de Batabanó en un viejo barco sin capitán y le dimos la vuelta a Isla de Pinos. Cuando pasábamos frente a las montañas de la Provincia de Las Villas sobre un mar tan profundo que los rayos solares se veían descender hasta perderse en lo oscuro. Durante algunos instantes cuatro rabos de nube se situaron en los puntos cardinales dándome la impresión de estar en el mismo medio de un tablero mágico como el que se usa para jugar al parchís. Pude intuir el concepto del mandala como cuando había conocido las fascinantes imágenes que surgen al manipular los vidrios de colores contenido en el tubo de un kaleidoscopio en el estudio de mi vecino doctor en optometría.

Ya en el Golfo de Guacanayabo y poco antes de llegar al puerto de Manzanillo en un sitio en el cual sobresalía de la superficie de las olas un palo enhiesto, encallamos en un banco de arena. Los milicianos comenzaron a invocar a Yemayá para escapar de una segura muerte al ver que las siluetas negras de los tiburones dándole vueltas al casco de nuestro navío. Un responsable vino a tratar de impedir los rezos advirtiéndonos que Dios no existía sin que ninguno quisiera escucharlo. Poco después insistió diciéndonos que pudiera ser que Dios existiese, pero que no era propio de revolucionarios invocarlo. Los rezos siguieron y la marea comenzó a subir liberándonos del banco de arena. Desafiante un miliciano le espetó al teórico responsable un provocador pa’que’tu’bea. Pasado el miedo a la muerte los milicianos sacaron una botella de ron y se dispusieron a filosofar sobre sexualidad y formas del amor. Tras mucho discurrir, llegaron a la conclusión de que un bugarrón era un hombre que había nacido con destino de jodedor.

Ya en tierras agrestes y tratando de llegar a La Plata Alta, la milicia acampó en el suelo raso y el desánimo cundía entre nosotros viendo la miseria en la que vivían los guajiros. Las ladillas se adueñaron de nuestros sobacos e ingles. El cuerpo desmembrado de una joven estudiante apareció desnuda en el lecho de un río. No pudo ser identificada por no habérsele hallado cerca ningún documento pertinente.

Muy dentro de mi corazón comprendí que no me hallaba en el país que convenía a mi naturaleza. Me di cuenta que mi más profundo deseo era irme a Europa a contemplar las pinturas originales cuyas copias adornaban las paredes de la sala de la casa donde vivían mis abuelos maternos. Asumí mi esencial egoísmo y me sentí profunda y definitivamente desolidarizado de esa humanidad doliente que allí me rodeaba. El 28 de noviembre del año 1960 monté en el avión de Pan American Airways que en un largo vuelo de 24 horas me llevó hasta Buenos Aires.

miércoles, 27 de marzo de 2019

Nos vemos, Tomás


Jesús Rosado

A Yolanda, Oneida, Carlos, Gisela, César, Daína, Enrique, Yvonne, Jesús y, por supuesto, a Terence 
Ha muerto Tomás Piard.  O ha llegado a un destino codiciado, reunirse con su hijo Terence, un joven talento que heredó de su padre el genio cinematográfico. Terence murió entre las olas de Tenerife cuando preparaba su proyecto cinematográfico más inmediato. De su muerte los padres nunca se recuperaron. Tomás siguió canalizando la pérdida a través del arte. Yolanda, la madre abnegada, se convirtió en un despojo humano.

Conocí a Tomás a finales de los 70. Cursaba yo los últimos años de la carrera. Pertenecía al grupo de Teatro Universitario. Y comencé a frecuentar el Club de Cine Aficionado de la Casa de Cultura de Plaza del cual Tomás era fundador. Me invitó a formar parte del proyecto Sigma y acepté. Simultáneamente nos integramos al grupo de teatro Olga Alonso dirigido por Humberto Rodríguez. Tomás estaba ávido de recibir clases de dramaturgia. Recuerdo de entonces el ejercicio previo a la puesta en escena de El Cuento del Zoo de Edward Albee donde Humberto me asignó el papel de Peter y Tomás asumía el rol de Jerry. 

El ejercicio nos unió para siempre. Tomás me repetía constantemente a partir de la experiencia que  “el día que acometa un filme sobre un hombre común y corriente capaz de una acción extrema tú eres el actor”.  El proyecto nunca se concretó, pero nació una amistad honda, plena en afinidades,  en la cual la longevidad de las madrugadas compartidas en los parques habaneros era las más disfrutable evidencia.

Fui testigo del debut de Daína Chaviano y César Évora como actores de cine en el formato de cine amateur. Presencié el primer coqueteo con la pantalla grande de Yvonne López Arenal gracias a Tomás. Asistí a la devoción que Piard mostró como actores hacia mis entrañables amigos Carlos Olivera y Oneida Hernández, una inseparable pareja hoy asentada en Valencia.

Compartimos guion en La Victoria en 1979.

Fui asesor del trabajo de diploma de mi pareja Haydee Luján, para graduarse en el ISA en 1987, sobre el Cine Amateur en Cuba, con todo un capítulo dedicado al cine de Tomás Piard, el cual obtuvo calificación de sobresaliente.

Y Tomás no sabía cómo agradecernos, aunque yo le repitiera una y mil veces que era él quien nos había enseñado la mística del séptimo arte. 

Recuerdo tu apartamento del Vedado, Tomás, ornamentado con posters de Delon y las películas de Truffaut. 

A tus padres, eternos ángeles custodios de tu amor por Yolanda y por tu Terence niño. Tu Terence adolescente, asomándose al balcón sorbiendo toda la luz que desde adentro y afuera lo nutría. 


No olvido los toques tímidos a tu puerta y las entradas de Gisela Rangel como una mariposa. Una de tus musas recurrentes, protagonista de los más logrados desnudos que conseguiste en la pantalla, en los que eras un meticuloso perfeccionista.


Tomás, eras el guajiro culto que se devoraba las erres al hablar, pero que derrotabas a cualquiera en términos de ilustración. Dominabas las tendencias avant-garde del arte, la última palabra en filosofía  y eras capaz de dar los consejos más pragmáticos en la vida cotidiana. Noble, sensible, enciclopedia abierta, tu corazón hospedaba a todo el que arribaba con inquietudes existenciales. Y tenías el don de redescubrirnos la vida.

Preservabas en ti, para los que intentan cuestionarte, todos los miedos de los intelectuales cubanos bajo décadas de dictadura. Estabas atento a los miedos de Virgilio y Lezama. Te sobrepusiste al pánico e intentaste revindicar a Lezama antes de tiempo. Te costó recelos y vigilancia. Fuiste el más cojonudo de los cobardes. Y te hizo víctima de nuevos miedos. Nunca fuiste un valiente. Eras un incesante desafiante de ti mismo, incluyendo tu cobardía. Hiciste del terror una actitud digna de mérito.


Hasta el momento en que te dejé de ver, Tomás Piard , no dejaste de creer en la utopía revolucionaria, un sueño distante del autoritarismo. Eras fiel a ese credo y fuiste estoico ante los bandos de amigos y enemigos. Creías en la socialdemocracia y que Cuba era su destino natural. Tu idealismo era un competidor insuperable.


Tu obra merece comentario aparte. Fuiste un descubridor y forjador de talentos. Tu cine amateur es una obra trascendental. Le sacó el máximo al formato de 8 milímetros y a los silencios de un cine huérfano de recursos para legar una obra magistral. Miradas, expresiones dramáticas, lenguaje corporal, manejo sofisticado de la banda sonora y el tratamiento underground del discurso hacían de cada corto tuyo un objeto inusual de la atención crítica. 


Sé que te quisieron despedazar innumerables veces y, al final, te convirtieron en un mito.


El acceso al cine profesional con todos sus recursos debilitó tu propuesta. El lenguaje entonces perdió consistencia. La dirección de actores se mostraba precaria. La intención experimental persistía pero solo para hacerle reflexionar al espectador “ah, si esta pieza hubiese caído en manos de Bergman.”. No supiste qué hacer con todas las herramientas que te alejaban de la miseria logística que en el proceso de creación te hizo grande.

Tus mejores realizaciones en los últimos años fueron las series de televisión, proyectos convencionales muy distantes de tu estilo estético peculiar.

Pero el sello Piard, el primigenio, el transgresor, sin dudas, ha dejado un legado. Que nada que ver tiene con la obra de Gutiérrez Alea. Ni con la de Solás. Y mucho menos con la de Fernando Pérez. Ojalá algunos de ellos hubiese asumido la intención de Piard.

Piard es la irrupción de Tarkovsky, Antonioni, Passolini, Jiří Menzel en el talento de cineastas y críticos cubanos recién amanecidos que se mostraban hambrientos de arte en los albores de los ochenta. De cineastas y apasionados iniciados que acudían voraces al ICAIC y a la Cinemateca con otra visión del séptimo arte gracias a la influencia de Tomás, el más cinéfilo de los cinéfilos. 

A partir de entonces, las jornadas de cine extranjero adquirieron otra connotación. Se hicieron vivaces y coloridas, gracias él. A su magisterio. A su rol de gurú en la fanaticada cinematográfica. Tomás Piard es lo que considero en el ámbito de la cultura cubana un pregonero ilustre. Lo que hoy llamamos en lenguaje contemporáneo un influencer.

Por eso considero que la decisión de Yolanda, la viuda de Piard, es la más sabia. Las cenizas de Tomás serán lanzadas al aire desde los pisos más altos del 23 y 12 del Vedado habanero. Como para que el aura del cineasta se mantenga flotando sempiterna sobre sus seguidores y aprendices. Ese ángel Piard que es exploración, experimento y laboratorio. Y su manera de hacer arte alternativo y lo que ello significó como expresión emancipada merece hacerse rito repetible cada vez que surja un nuevo talento cubano. Benditas sean, pues, esas cenizas suspendidas en la brisa habanera.

Claro que, tú y yo ,Tomás, no tenemos nada que ver con esa esa ceremonia funeraria. Nosotros nos hablamos en cualquier momento, amigo mío. Nos vemos y conversamos. Cuando haya un chance. Solo quiero que te cuides, Tomás, si la recomendación vale en tu nueva dimensión. Un abrazo, entrañable amigo. Aquí estoy esperando saber de ti.

lunes, 25 de marzo de 2019

Pasa lo que no tiene que pasar en la calle de Albear (relato contrafáctico)

Para Juan y Carmen Márquez

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Todas las mañanas antes de llegar a su trabajo Pedro toma su café en “La Maravilla.” Lee el periódico y conversa con sus amigos. Hoy, empero, decide ir a otra cafetería donde dicen que hay un buen café con leche. Después de terminar su desayuno, se monta en su coche y se dirige a su trabajo. Para llegar, debe hacer una derecha justo antes de la calle Albear (cuando se maneja, se está pendiente de todo menos de manejar). Pedro está absorto en sus pensamientos: que como está el mundo de loco, que mira que pegarle los tarros a Lucila (refiérese a su cuñado), que como andan las negociaciones de paz en el medio oriente. Hace una derecha (no se piensa, se hace y ya) pero apenas tiene tiempo para ver otro auto que se le encima a toda velocidad.

Pedro termina en el hospital en estado de coma. El doctor de turno le informa ahora a la esposa y los hijos que pese a las múltiples fracturas en la pierna, brazo y costillas, lo peor de Pedro es ese estado de shock que lo mantiene inconsciente. La esposa está desconsolada y el doctor la conforta: Pedro sufre una fractura craneal con laceración de vasos sanguíneos con lesión axonal difusa. Hay que esperar, tener paciencia. No se imaginan que Pedro los oye y piensa. Como que se siente bien, con una profunda quietud interior; algo así como un cansancio enorme. Allí Pedro se pregunta “por qué,” lo cual equivale a ir al principio de todo.

Hay que retrotraer de toda esa cadena de causas que preceden al accidente; esas que parecen descollantes. Las cosas se analizan por parte. Uno no se detiene a pensar en cosas intrascendentes: que por qué fumarse un cigarrillo después del café y no antes, o si no se debió abrocharse el botón de la camisa. Uno busca con cuidado en su memoria todo lo que pudiera haberse hecho de otro modo. Se pregunta Pedro por qué cambió su hábito matutino. Y es que hay que cambiar las cosas; lo mismo siempre cansa y aburre. Recuerda la persona que le recomendó el lugar nuevo. ¿Es ella culpable del accidente? No, si hay un culpable es él por hacerle caso. Se reprocha un tanto estar pensando en eso, que ahora resulta que si sigue por ahí es capaz de terminar por creer que el café con leche era malo, con tal de disculparse por no haber ido a “La Maravilla,” y por tanto no haber hecho aquella fatal derecha. Y pensar eso le da satisfacción de una cierta capacidad para la autocrítica, algo de lo que su tío Fermín siempre le hablaba. Pedro respira profundo y sigue inmerso en su cavilación.

¿Qué hay de esas cosas menores que parecen menos importantes, como lo es el momento en que al leer un anuncio de “apartamentos se rentan” en el periódico, pensó en su amigo José que se acaba de divorciar de la mujer y que necesita un estudio pequeño –y lo iba a llamar, pero el teléfono estaba ocupado y decidió hacerlo desde el trabajo a la hora del lonche. Y recuerda que ya dentro del auto pensó en llevar un café con leche para Lucho (un viejo con el que siempre juega una partida de damas después del lonche y antes de la campana). Y ponderó así mismo en algo que ya no sabía si había pensado o hecho, como es frenar antes de hacer la maldita derecha, frenar sin razón, por qué no, que no hay que tener razones para hacer cada cosa. Uno no puede admitir que algo tan jodido como eso tenga que pasar, sin ser posible de otro modo.

La ironía de la vida es que si antes de hacer la derecha Pedro se encuentra con que hay una maleta abandonada en medio de la calle y hubiese parado y abierto la maleta y resulta que está llena de billetes de a cien, entonces aunque haga la derecha y choque, podría al menos pensar que valió la pena no haber ido a “La Maravilla” ésta mañana. Pero eso no pasa nunca (está ese dicho sarraceno: “la suerte es peor que mejor”). Uno se dice “lo que pasa tiene que pasar.” Pero el pensamiento se ofusca ante obtusa repetición. Si lo que es, tiene que pasar, ¿para qué objetarlo?

Resulta difícil admitir que lo ocurrido tiene que ocurrir por ese mero hecho –“mero” ya que se cuestiona su validez– de ocurrir. Esa infalibilidad molesta sobremanera, y sucede que a todo hecho uno le contrapone “lo que pudo pasar.” Siempre podemos albergar esa posibilidad no materializada. Pensar ... poder pensar es el asunto, pero se piensa después del hecho, no antes; el hecho y el pensar son cosas distintas. Lo accidental jode, ya que coarta nuestros planes. No importa, Pedro disfruta la primera vez en que puede pensar en cosas así. Uno siempre está tan ocupado con la vida que no piensa en ella.

Es cierto que las cosas no tienen que pasar siempre como uno las previene ya que hay posibilidades mas allá de nuestro alcance; cosas que hace uno y otras que lo toman por sorpresa. Hacer la derecha en Albear fue su incumbencia, pero aún así le sorprendió el choque. Ahora se le hace difícil pensar en esa derecha sin el coque acaecido. No deja de imaginar el auto con el que chocó, pasándole lentamente por el lado y el pobre hombre (pobre nada, que fue su culpa) preguntándole: “¿por favor amigo, sabe donde es la calle Albear?”

Sí, en la vida hay cosas imprevisibles. Por ejemplo, uno no puede evitar un terremoto mientras duerme en su cama; nada que reprocharse, a no ser que pensáramos que uno le ocurre al terremoto por estar ahí en ese momento. Quiere decir eso acaso que sin Pedro no habría el choque de Pedro, por así decir. Pero, ¿no hay acaso una relación entre el auto y Pedro y el choque? No siempre que alguien hace una derecha en la calle Albear tiene que chocar con otro auto, y como no existe tal necesidad, pudo haber sido siempre distinto –conjetura Pedro.

Lo que uno nunca hace en esta vida es pensar cuantas otras cosas pasan pese a lo que tiene que ocurrir. Como lo es sugerir que no hay causa del accidente en sí, sino de algo mas, o menos. Se sugiere la posibilidad de un hecho sin causa alguna, como quien se lanza a su muerte desde el último piso de un edificio sin motivo. O podemos restarle al accidente el accidente mismo y se tiene que se hace la derecha y se llega al trabajo, y todo transcurre como siempre: Pedro llega a la casa, y ahí está su mujer; y ya llamó a José, y se reúne con él a las 9 pm en el bar de la esquina, y se toman unas cervezas; y después se va a casa, mira un poco la tele y se va a dormir. Visto así podemos conjeturar que cada momento de la vida es un momento de un accidente no ocurrido. Si estoy en la mesa almorzando es porque no resbalé fatídicamente contra la mesa de cristal de la sala un minuto antes y así sucesivamente.

Por primera vez, Pedro encuentra tal secuencia de eventos pavorosa. ¿Cuál es el propósito de recrear una vida –la suya– que no sea la del choque? ¿Para qué creer que por no ir a “La Maravilla” llega a su trabajo sano y salvo, o con una maleta llena de billetes de a cien? ¿Todo eso por no haber ido a “La Maravilla?” No vale la pena; la realidad es ésta. No es que lo que pasa puede pasar de otro modo, sino que lo que pasó esta mañana –o lo que tenía que pasar, al menos– es lo únicamente materializado (quizá no porque tenía que pasar, sino) porque en éste mundo las cosas son así.

Nuestro mundo tiene la extraña particularidad de tener a Pedro chocando con un loco en la calle Albear. Con los hechos, hay cosas que parecen más descollantes, mas necesarias. Pongamos que sean tan legítimas como otras posibilidades por igual. Se trata entonces de lo accidental del mundo, que es el mundo al fin. ¿Existe acaso una “mejor posibilidad,” que esa de Pedro el afortunado con una maleta llena de dinero que acaba de encontrar? Pongamos que sí, como posibilidad. Pero estar donde está, tendido sin el menor dolor, sin ningún vestigio de esa frívola ofuscación que es la vida de todos los días le permite ahora un examen quizá imposible en otro caso: ponderar ese aspecto prometedor de lo inevitable. Lo que hay de único en el asunto es su contingencia. Es decir, el asunto de cuánto hay por pasar que no pasa porque debe pasar y sin embargo pasa. Es cierto que parece ilógico a Pedro (o a cualquier otro) pensar que si hace una derecha en la calle Albear tiene que chocar. Pero es que el choque no pasa sino en la derecha-de-no-ir-a-“La Maravilla.” El choque es el del día de hoy para todo el mundo de éste día.

Todo está conectado: por no ir a “La Maravilla,” pero también por ir al trabajo, por ir a trabajar ayer y hace seis años, por tener esa profesión, por no haber sido albañil en lugar de tornero, por gustarle tanto ir al taller de su tío Fermín cuando era niño, por haber sido sobrino de Fermín, por ser hijo de su padre, por éste último casarse con su madre y por todo lo que tenía que pasar en el mundo antes de Pedro, pero que tenía que terminar con esa derecha, hoy, en la calle Albear. Si la emigración de sus abuelos desde Arabia, como la derecha, tienen que ver con el choque, entonces las migraciones de los pueblos todos del mundo están conectadas de alguna manera con el accidente. También las vidas y las peripecias de esos grandes hombres de la historia que su tío Fermín le hablaba. Luego, éste mundo con su historia es el mundo del choque de Pedro. Y ahora no sabe como reaccionar a esta idea que todos los anales del mundo apunten a este instante imprevisto en que hizo la derecha. Se siente en medio de una vorágine de sucesos, favorecido por lo indisputablede la necesidad e intima que le toca un nuevo papel, un sentir que lo separa un poco de sí, de su grave condición en esa cama en el hospital, para convertirlo en un testigo imparcial, incluso generoso de su propio infortunio.

Disfruta entonces Pedro una profunda calma de no tener que ponderar un “por qué” ni pensar en nada mas relacionado con el accidente. No tendrá que continuar cavilando, pues todas las causas del mundo están conectadas entre sí de modo que ninguna puede dejar de causar la otra. No hay motivo de dolor alguno, sino una profunda quietud. Cualquier causa en el mundo antes y después de hoy es parte del choque de Pedro, y Pedro deviene, por tanto, en causa y efecto de todo.

jueves, 21 de marzo de 2019

La vida es solo un estar fuera del Ser


Ramón Alejandro 

Navegaba en un destartalado barco de transporte de inmigrantes europeos a la América del Sur. Portugueses, napolitanos y unos pocos malagueños iban de vuelta a sus lares porque la situación económica se estaba deteriorando en Brasil y el Rio de la Plata. Eran los finales del mes de marzo del año 1963, justo después de los carnavales de Rio de Janeiro durante los cuales no había podido divertirme tanto como el año anterior por la intensidad del deseo de llegar a las puertas del Museo del Prado. Necesitaba dejar atrás el mundo de las apariencias y volver al empireo. Mi verdad la había hallado una década atrás en la sala donde mi abuelo tenía colgadas las copias que siendo joven estudiante de la Academia de San Fernando de Madrid había hecho de ciertas pinturas.
Lo que representaban era la Verdadera Vida. La imagen viva que sostiene la Realidad. Ese era el mundo de los arquetipos ideales que había enseñado Platón. El carnaval “existía", pero las pinturas de mi abuelo “eran". El Arte “es", la Vida es solo un “estar" fuera del Ser.

Un día de Terça feira que cierra esa semana de festejos me despedí al borde del muelle de la bahía de Guanabara de mi compañero Antonio Larreta y subido a ese navío cuyo nombre he olvidado. El cielo raso de nubes extendido sobre los morros de Botafogo, el Corcovado, Dois Irmaõs y la Pedra da Gavea estaba iluminado de rojo por las luces de la ciudad en transe. Era uno de los últimos viajes de este viejo barco, mudo testimonio de tanta miseria humana.

Al cruzar el Ecuador entre el archipiélago de Cabo Verde y las orillas del desierto de África una tempestad que duró varios días nos levantaba y nos volvía a hundir con el vertiginoso oleaje. Los portugueses vomitaban sobre sus propias literas mientras las viejas napolitanas vestidas de negro cantaban sobre la cubierta barrida por los elementos desencadenados alrededor de un petiso regordete que oficiaba la misa en medio de los tumbos de la popa y de la espuma que pasaba de babor a estibor. Se desgañitaban repitiendo “Bianca come la luna"…invocando a la Virgo María Mater Dei con sus voces estridentes mientras yo hundía mi mirada en el abismo negro que como bostezo sobrenatural se abría del otro lado de la barandilla donde me apoyaba.

Ahí en lo hondo rugía Olokum, Yemayolokum, Yalodde macho, el dueño de los tesoros que guarda el fondo del Océano. El Poseidón fabricador de innumerables tretas y enemigo feroz de Ulises. El cáliz del adiposo afeminado se tambaleaba entre las manos sobre el mantel del altar improvisado por el joven curita. Al horizonte una estrecha franja de sutil color gris dividía el oscuro cielo y el negro Océano. La silueta negra de un barco con la proa dirigida hacia las nubes como implorando piedad se iba hundiendo poco a poco. Apostados cerca de la cabina del capitan mis amiguetes malagueños y yo escuchábamos el agitado tintineo del telégrafo por el que surgían las desesperadas llamadas de ayuda de quienes estaban a punto de naufragar y perder la vida tan cerca de nosotros. Unos descarados jóvenes napolitanos se burlaban de mí llamándome “Trequarti" porque mi abrigo solo me llegaba a la rodilla. Poco después de esos clamores desembarcamos silenciosos, sobrecogidos por la belleza de una isla volcánica sobre cuyas laderas cubiertas de viñedos apuntaban al cielo los campanarios de diminutas iglesitas barrocas de ensueño; Madeira.

Al día siguiente llegamos al puerto de Lisboa donde un sigiloso vendedor de pornografía nos mostró sus imágenes prohibidas. Cansados después de quince días sobre el agitado Océano nos dirigimos ya hacia la puerta occidental de Europa, los propileos levantados por Hércules, dispuestos a surcar sobre nuestro armatroste entre el Peñón de Gibraltar y el Hacha de Ceuta. Las aguas del Atlántico y las del Mediterráneo no se mezclaban con demasiada prisa y mostraban por separado sus diversos azules en el estrecho. Sin embargo la música mora y la música andaluza se confundían surgiendo de varios radios transistores al unísono. No podíamos distinguirlas a la una de la otra con tanta certeza como los colores de aquellas olas. Esa misma noche desembarcamos en Barcelona con buen tiempo.

domingo, 3 de marzo de 2019

Gino Paoli - Senza Fine



Hablando de cine, anoche (unas horas antes) mi mujer y yo hemos visto Mi Vida sin Mí, una de las obras tempranas (2003) de la realizadora Isabel Coixet, la cual se convirtió en su primer éxito en el séptimo arte. Coixet es la autora de la antológica Verano 1993, la cual citamos en la relación de películas relevantes de 2018. En esta otra cinta una joven chica casada, madre de dos hijas, es diagnosticada de una enfermedad mortal que le deja muy poco tiempo para vivir. A partir de ese momento se genera un redescubrimiento del sentido de su vida y comienza a preparar estoicamente su partida sin darle a conocer a la familia la fase terminal de su existencia. El guion de Coixet es una adaptación libre del relato corto Pretending the bed is a raft (Simulando que la cama es una balsa) (1997), último texto en un compendio con idéntico título​ de la escritora floridana Nanci Kincaid. El script de Coixet se convierte en una pieza literaria envidiable para cualquier escritor. Y la concepción del filme muestra por primera vez que los ovarios de esta mujer-cine están hechos de célula viva, talento y exquisita sensibilidad. Su delicadeza como autora echa mano a una banda sonora urdida por el barcelonés Alfonso Villalonga, uno de los más reconocidos compositores musicales del cine europeo. Entre las citas ambientales que no son de Villalonga, la Coixet escoge esta hermosa balada de Gino Paoli, un icono de la canzone italiana. El filme debe estar disponible en Netflix y si se aventuran a verla disfrutarán de un filme memorable, pletórico de ternura e impecable belleza. (JR)