sábado, 27 de abril de 2019

En Echegaray me eché a otro viejo complaciente, poco simpático, de demasiada alcurnia y de apellido rimbombante: creo que Garcilaso de la Vega.

Madrid en los años 60, foto publicitaria
José Ramón Alejandro

Les cuento cómo pasé mi primera noche en Europa antes de dirigirme a mi obsesiva meta, llegar al Museo del Prado. Una vez llegado a Madrid, por mi relación con otros compañeros de travesía uruguayos hallé una pensión barata a poca distancia del Museo, en la Calle de las Huertas del castizo barrio de las Musas y corrí a saciar mi urgente sed de Verdad.

Allí, una joven prostituta canaria cuyo nombre lamento haber olvidado decidió de entrada que yo era primo suyo y nos hicimos amigos. En su habitación solo una reproducción adornaba la pared pegada justo encima de su cama. Era la Muerte de Sardanápalo de Eugène Delacroix donde puede verse a un fornido negro degollar a una voluptuosa hembra sobre la misma cama del rey asirio sostenida por doradas patas en forma de cabeza de elefantes. Ella me contó como se había echado a la mala vida después de haber sido desvirgada y abandonada por su novio. Esa imagen era para ella como una cédula de identificación de toda su persona; una pobre mujer víctima de la violencia de los hombres. Su verdad estaba bien presente a su cabecera. Me sorprendió la inocente lucidez de esta muchacha que tan rápido entró a considerarme su pariente.

No lejos de esa pensión muy pronto encontré a mi elemento natural, porque la calle Echegaray era el centro de reunión de los gays madrileños y rápidamente Luis, un señor maduro muy simpático y armado de una polla truculenta se enamoró de mi y comenzó de manera muy generosa a facilitarme pasar mis jornadas contemplando las pinturas y leyendo los libros que tan ávidamente necesitaba para satisfacer mi deseo de encontrar una finalidad provechosa a mis horas. Yo seguía buscando un sentido que el bullicio de los alegres personajes que asiduamente iban a beber sus cañas cada noche a los numerosos bares no calmaba mi angustia de sentir el lento desvanecerse de mis horas. Esas mismas horas que irían limando mis días y que bien sabía que terminarían por roer mis años como me advertía Don Luis de Góngora, "siguiendo sombras y abrazando engaños", con su admirable soneto a La Brevedad engañosa de la vida. Los domingos mi protector me llevaba a las corridas de toros de Las Ventas y su grupo de amistades terminaron por llevarme con ellos a pasar la Semana Santa a Murcia. En la modesta procesión de aquel domingo de Pascua pude ver a un angelito llevar atado de una cuerda a un horrible demonio. Allí mismo planté a mi cariñoso cliente y me fui solo a Guadix en Almería, camino de Granada y de allí de vuelta a Madrid.

En la sacristía de la catedral de Granada, junto a la tumba de Juana la Loca, había una colección de pinturas flamencas que me extasiaron tanto como la lectura de la elegía a Doña Juana la Loca de Lorca; "Princesa enamorada y mal correspondida, clavel rojo en un valle profundo y desolado, la tumba que te guarda rezuma tu tristeza, a través de unos ojos que ha abierto sobre el mármol". De paso, y para no perder mi mala costumbre, un guía de La Alhambra que me prometió llevarme a conocer un sitio escondido dentro de aquel impresionante monumento me dio por el culo antes de convidarme a asistir al espectáculo que los gitanos del Sacromonte producen cada día para los turistas.

Volví a la pensión de mi prima canaria, a mis días en El Prado y mis noches en Echegaray y me eché a otro viejo complaciente. Este era mucho menos simpático, demasiada alcurnia y de apellido rimbombante, creo que Garcilaso de la Vega, pero la tenía chiquita y colorada. Profesor universitario de griego cuya tesis había sido sobre la A larga en dialecto dorio. Nada que ver con la del viejo Luis. Se enamoró tanto de mí que habiéndose puesto demasiado celoso por mis relaciones gratuitas con un pillete asturianito con el cual la pasaba mucho mejor que con él y con Luis, que tuve que proseguir mi exploración de lo que me interesaba de España. Compré un billete de tres mil kilómetros en la tercera clase de ferrocarril y me di el gusto de recorrer la península antes de proseguir rumbo a París.

Cuando mi abuelo pintor murió, murió llamándome por mi nombre. Mi familia quiso protegerme impidiéndome verlo en su lecho de muerte y solo mucho tiempo después supe de su deseo de tenerme a su lado en ese transe. Esto me hizo concebir la quimera de que la voluntad de mi querido abuelito era que yo siguiera sus pasos para también ser pintor. Esta quimera me llevó a mostrarle a mi tío Pepe, su hijo que también fue pintor, mis obritas para preguntarle si él creía que yo pudiera llegar también un día a serlo. Me dijo que sí, pero que en Cuba nunca podría ganarme la vida pintando. Entonces le pregunté que en donde ese oficio podría hacerme vivir, y me respondió con cierta duda que a él le habían dicho que en París los pintores se ganaban la vida pintando. A partir de ese momento yo había concebido otra quimera, decidiendo tentar mi suerte y lo más pronto posible llegar como fuera que pudiera a esa ciudad.

la habana que sufre (2019)

via El País,

lunes, 8 de abril de 2019

En mis aventuras buonarenses constaté que abundaban en el mundo aquellos que apreciaban mi juventud

 Buenos Aires, 1961

José Ramón Alejandro

Tuve que hacer cierto esfuerzo para entender en cual tipo de situación me hallaba. Era una casona de dos pisos en medio de un espacioso jardín situada en San Isidro, un barrio selecto de la ciudad. No lejos del Rio de La Plata. Pero fui poco a poco comprendiendo que Regina, mi hermana mayor, se había metido en una ratonera. Bob, era un alcohólico niño mimado de la alta burguesía que no hacía mucho tiempo se había visto obligado a contraer matrimonio con urgencia tras haber sido encontrado en posición poco digna ante uno de los empleados de la poderosa compañía de elevadores Otis, en la cual su padre propietario lo había colocado como gerente. Estaba lastrada con tres hijos y con la hermana de Bob, aún más borracha que su marido maricón. Una vez entendido el caso escogí comenzar a recibir instrucción en una escuela de Bellas Artes, pero muy pronto mi agobiada hermana a quién mi padre había encargado de cobijarme, mirándome con mucha dureza me espetó esta frase; "Mira Mongui, a mí tú no me interesas porque tú nunca vas a producir”.

Entretanto, también comprendí que en esa lamentable escuela no iba a aprender nada, pero sin embargo allí conocí a David, un bello joven anarquista del cual me enamoré. Pronto me encontré enredado yo mismo en la engorrosa situación de una reunión subversiva en el proletario barrio a la cual mi bello adorado me arrastró valiéndose de sus encantadores ojos de descendiente de inmigrantes italianos, salidos de un retrato de Antonello da Messina. Caímos presos durante veinte días y la prensa regocijada celebró la captura de un peligroso agente revolucionario cubano con las manos en la masa.

Mientras, en su suntuosa y trágica casona de San Isidro Regina, sofocada por esas alarmantes noticias, registró mis pertenencias hasta dar con un diario en el cual no halló los planes secretos para subvertir toda América del Sur, ni nada semejante al Diario del Ché Guevara, sino salaces aventuras con marineros de los muelles y descripciones de mi embelesamiento platónico con mi enamorado. Tuve que salir en un barco que atravesó las fangosas aguas del ya nombrado Río de La Plata para ponerme a salvo en Montevideo donde desde el primer momento comencé a seguir los cursos de una verdadera escuela de arte.

Esa escuela estaba en manos de un simpático grupo de anarquistas con los cuales me entendí muy bien y tuve la suerte de recibir las lecciones de Historia del Arte de Celina Rolleri, una excelente intelectual que mucho me animó a seguir mi proyecto de irme a vivir a París. De ahí fue que tomando un autobus a Porto Alegre, otro a Saõ Paolo y uno más a Rio de Janeiro llegué a tiempo para asistir encantado a la apertura del Carnaval de 1962 en el teatro Joaõ Gaetano que daba el espectacular baile de homosexuales que iniciaba esos festejos. A penas me puse a tratar de bailar la samba una loca me vino a susurrar al oído; "Tenh gente que gosta”.

En efecto, ya había podido constatar abundaban en el mundo aquellos que apreciaban mi juventud, y la prueba era que a ese mismo baile había podido llegar gracias a la generosidad de un gentil enamorado uruguayo que me daba tanto dinero para que yo pudiera seguir estudiando arte en la escuela, que siendo yo bastante precavido, pude abrir una cuenta en un banco que me permitió ahorrar lo suficiente como para, al año siguiente, comprar el billete de barco para viajar a Europa. En ese primer carnaval en Río cumplí 19 años, y conocí a un grupo de estudiantes de diplomacia que me invitó a volver a disfrutar de otro carnaval. El último de mi paso por esas tierras australes.

Para no perder el tiempo gozando despreocupadamente aproveché para ir a ver las esculturas del Aleijadinho a Minas Gerais y disfrutar del carnaval de Bahía a donde acompañado por mi amigo Antonio Larreta asistí al primer toque de santo de mi vida. Los enamorados estudiantes me presentaron a un célebre pintor, Carlos Scliar, que también contribuyó a financiar mi viaje. De esa forma, aprovechándome de mis encantos naturales, pude ir haciendo acopio de todo aquello que necesitaba para la travesía del Atlántico.