martes, 1 de mayo de 2012

La mañana atroz de Chuchi Shingá


Ernesto González

El obrero Muhami abre los ojos y mira a su esposa dormida a su lado. Bosteza contemplando las curvas de Chuchi, bien conservada a pesar de los desamparados tiempos que corren. Suspira y cierra los ojos. No tiene deseos de levantarse ni de ir a trabajar. Para ser veraces, ir al trabajo no implicaba necesariamente trabajar, y quizás eso era lo que molestaba al obrero.

Las empresas se limitaban a pagar el salario mínimo establecido por ellas y frenaban las incorporaciones laborales. Uno de los frecuentes lemas inspiradores era «producir más con nada más». Para interpretar este chascarrillo habría que haber vivido en la época de los acontecimientos narrados, o de lo contrario ir a visitar la Cátedra de Rarezas Lingüísticas de la Universidad de Yalle. Muhami, obrero en definitiva, no se preocupaba por cuestiones semánticas ni atinaba a deconstruir paradojas: hacía lo que le pedían y punto. A veces, trabajar rebasaba lo que había esperado. En ocasiones era menos, o nada. Muhami tampoco desea meditar acerca de la idea inspiradora trimestral. Está demasiado aperrillado hasta para meter un brazo bajo la cama, sacar la alfombrilla, extenderla en el piso y ponerse a orar en dirección a la Keka. Nadie sabe en realidad dónde estaba la disputada Keka ni adónde había ido a parar durante la Gran Catástrofe, si se pulverizó o se hundió en los mares, esos nuevos profetas se han puesto de acuerdo para engañarnos, ¿qué puede tener de sagrado una piedra por enorme que sea?, ¿por qué no orarle al sol o al aire que son útiles?

El obrero abandona sus especulaciones esotéricas y se levanta con sigilo para no despertar a Chuchi Shingá. Se tira en el piso, jala la alfombrilla de los rezos, la observa un segundo y la tira por el balcón. Vuelve a acostarse junto a Chuchi. Piensa en el desayuno que dentro de unos minutos ella va a preparar para sus tres hijos que duermen en la habitación paredaña. Solo uno de ellos, el menor de dos años, tiene derecho a leche Terral. El resto de la familia puede optar por desayunar pan de esa marca o guardarlo como acompañante de la famélica cena. Hay agua hervida, con sabor a la leña usada para hervirla, lista para tomar.

Muhami se acerca a la ventana y empieza a orar mirando en dirección al vacío. Chuchi se despierta y le da los buenos días. Le pregunta qué está haciendo parado, y Muhami le explica por qué tiró la alfombrilla gastada por el balcón: Esta ha sido una mañana trascendente en mi vida, he tenido una revelación, lo de la Keka es una gran estafa.

Te lo había advertido, jamás me crees, susurra Chuchi Shingá y se incorpora a besarlo. Está cansada también de tirarse en el piso a orar en dirección a una Keka inexistente y de historia intrincada, confusa. Va a la cocina a preparar el desayuno familiar.

Al cabo de un rato despide a sus tres hijos y a su marido recostada al marco de la puerta. Cuando los pierde de vista su expresión se entumece. Siente cómo la sonrisa se le va resintiendo, congelada. Va a la cocina a encender el gas. Usa el último fósforo de la cajita Insular. Las boquitas rojas y rientes de la etiqueta de la caja se han transformado en un rictus espantoso. Se siente agarrotada, igual a lo que ve, a lo visto desde que nació. Estremece su cabeza como sacándose una maldición, y atiende al fósforo encendido que está aproximando al quemador de la cocina. Abre la llave y el combustible se enciende. Chuchi esboza un gritito de alegría, patea el suelo y da gracias a Yisus por esa pequeña pero a la larga efectiva muestra de amor divino.

Qué alfombra ni qué Keka, hay gas disponible, Yisus se ha acordado de esta ínsula, ¡yeyaluya!

Gracias a Él ablandará las cinco diminutas yucas, una por miembro familiar, robadas por su marido de una de las vitrinas de la Sala Errores del Ayer del Museo Estatal donde ejerce el oficio de vigilante armado los fines de semana. Del sábado a las doce del mediodía al domingo a las cuatro de la tarde, Muhami cambia su uniforme de macarronero por el de guardia, con la responsabilidad de evitar que sus coterráneos se lleven esos productos de la agricultura histórica, período muy estudiado y combatido por los investigadores Tintánk. Envuelta en sus pensamientos, Chuchi coloca sobre el quemador encendido de la cocina la caldera con las hermosas yucas del ayer. Se vira buscando la tapa y oye el satánico aaazzzzjj, aterrador y detestable.

¡No, no no!, exclama volviéndose hacia sus yucas.

Sí, la llama se ha extinguido. Chuchi mira las cuatro hornillas de su cocina, sus ojos desmesurados saltan de una a otra, vuelve a revisar la primera, respira profundamente con la esperanza puesta en el retorno del combustible gaseoso. Abre y cierra cada una de las chirriantes llaves de la antigua cocina, estremecidas al son del ciego apasionamiento de Chuchi. Suelta la cuarta llave, deja caer los brazos con abatimiento y contempla las yucas hundidas en el agua de la cazuela quemada por los usos y reusos a los cuales ha sido sometida. Los electrodomésticos son demasiado caros.
De todas formas si hubiera gas no tendría fósforos, musita como si esperara una respuesta de las yucas.

Chuchi se dice que no va a deprimirse y sale al patio, en cuyo lavadero ha puesto a remojar la ropa de la familia. Desde el agua cientos de boquitas rojas de la marca Insular le sonríen intentando alegrarle la mañana. Abre el grifo, circula el líquido. Lo cierra incrédula repitiéndose: ¿Ves?, paciencia, puedes lavar. Agarra la astilla de jabón y la restriega contra un pantalón. Se le han desarrollado los puños de tanto ahorrar jabón y sustituirlo por la fuerza de sus manos. Estriega fuerte, sus puños se vuelven colorados, del tono chillón de las boquitas insulares, y se hinchan. Abre el grifo para enjuagar la ropa. El chorro de agua es fino, su diámetro va reduciéndose hasta desaparecer en gotas exiguas y elocuentes. A la ama de casa le regresa el rictus al rostro, y se dice que si lleva una semana lavando así, por pieza, bien puede continuar haciéndolo siete días. El agua está tan rara (ella también), no pudre la ropa remojada. De pronto se llena de fuerzas, borra de su cara el odiado rictus y entona un bolero muy romanticón, su preferido.

Los boleros eran los grandes sobrevivientes de la gran catástrofe, aliviadores de las catástrofes cotidianas. Se habían recuperado boleros muy antiguos y sentidos, y Chuchi Shingá, fortaleciendo la tradición de las esposas, se los había aprendido de memoria. Entonó uno de ellos, a viva voz, mientras trataban de sacarle a fuerza de pinchazos el nombre del compañero de trabajo de la macarronería Terral que le había regalado el paquete de coditos en forma de islas.

En el juicio, la jueza Teloquita Tó le advirtió de «parar la gracia» so peligro de ser enviada obligatoriamente a recibir un curso de rehabilitación de «conductas desafines» y sobre ética y modo de vida insular, además de la condena por «sustracción amenazante a la estabilidad».

Y cuidado no salgas con un expediente por antipatriotismo, le gritó, cero boleros en esta corte, habrase visto.

Chuchi termina su bolero y se calla. La pequeña ayuda económica gubernamental-suscefol, por cesantía, no se extiende a los antipatriotas. El bolero la había hecho sentir tan dichosa y libre en la mismísima corte, que se había olvidado de los tejemanejes y la intrincada vida de Miabana.

Chuchi va al cuarto de los niños y se sienta en la máquina de coser colocada junto al balcón por donde su marido había arrojado la alfombrilla de rezos dirigidos a la misteriosa Keka. Su abuela le había advertido que el matusalénico ingenio era uno de los escasos artículos conservados en la cueva donde corrió a esconderse la familia Shingá el amanecer de la gran catástrofe, bajo el código de las sirenas traducido como «usted es responsable de su seguridad y de su familia a partir de este instante». Un empecinado recolector de antiguallas le había propuesto comprársela a un excelente precio que sin embargo a Chuchi y a su marido no convencían, ni siquiera con la profundización de la crisis. El Dr. Omama Lá los había amenazado sutilmente con denunciar la tenencia de un artefacto histórico que pudiera ser objeto de investigaciones y esclarecedores descubrimientos en los laboratorios de la Academia Tintánk, en bien de la nación.

La superficie de la máquina y el piso están llenos de boquitas rojas y sonrientes. Es la ropa reusada de su prole, necesitada de remiendos. Ensarta la aguja, coloca debajo un pantalón de su hijo mayor y aprieta el pedal mecánico, pero el hilo se parte de inmediato. Quita el carretel. Coloca uno de color idéntico y se rompe enseguida. Le ocurre igual con los cinco carreteles siguientes de colores dispares, el hilo no resiste la fuerza de los pies de la costurera. Chuchi se repite: Calma, calma, no pasa nada. En su cerebro se visualiza una fórmula: ayer=hoy, mañana=hoy, mañana y ayer=siempre. No, no, calma, repite sacudiendo su cabeza y a la voz-imagen mental comparativa y persistente.

Se levanta de la máquina de coser y se encamina a la sala. Agarra la escoba y barre. Como está gastado, el escobajo no limpia, al contrario, desprende fragmentos y ensucia el piso. La voz sigue reclamando espacio en la mente de Chuchi, no ceja en su verborrea algebraica: ayer=hoy, mañana=hoy, mañana y ayer=siempre.

Llega la hora de la telenovela, la de la electricidad no. La señora Shingá prueba infructuosamente los interruptores eléctricos, y convencida de que se va a perder la obra, se sienta en la mesa de la cocina, junto al fogón y las yucas duras. Decide, al fin, deprimirse.

3 comentarios:

sonora y matancera dijo...

keka, jeje... tremendo queque...

Miguel Iturralde dijo...

La pobre... sí que está shingá. Saludos.

JR dijo...

No puedo leer dos veces este relato. No puedo pasar una vez más por el tormento de amanecer en el mismo lugar