miércoles, 1 de enero de 2020

La salida a la maldición (de lo imprevisto)


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Lléguese a la casa, insértese la llave y ábrase la puerta. A simple inspección percátese uno que todo está en su sitio de costumbre. Todo intacto: el sofá en la esquina, la pipa en el librero, los cuadros en la pared, la mesa con el florero encima y el vaso de agua medio lleno que se tomó antes de marchar. Nunca nadie abrió la puerta y esperó lo opuesto, pero imagínese que cada vez de vuelta, las cosas en la casa cambiaran milagrosamente en número y lugar. ¿Podríase regresar con certeza a la cama querida, al calor del hogar, o a esa mujer amada que nos espera?

Mucha gente obliga la realidad por su tácita ignorancia –acto de voluntad fallido de cambiar las cosas a como de lugar; hemos crecido oyendo que la realidad se conquista y el credo moderno se hace sagrado.

Si el planeta tierra estallara en pedazos poco o nada cambiaría eso el universo. A tal punto se llega que un virus ignorante e inodoro se considera una maldición profética, ahí tenemos el llamado calentamiento global (como si no fuera global y universalmente necesario que lo fuera –en caso que lo fuese, digo).

¿No es patético que una llovizna pertinaz nos haga maldecir el día y la hora? Por otra parte, admito que hay algo gélidamente inerte en la facticidad de las cosas que da espanto. Yérguese la voluntad entonces como un tipo de conquista; lucha inútil contra lo inequívoco de las circunstancias.

Ante la debilidad y el infortunio algún que otro sabio concede lo dramático de la finitud. Se tropieza uno con la miseria y entonces percátase uno de su precariedad y nos invade una sospecha angustiosa y solemne. Solo quien vive su cruz conoce su desnudez frente al repentino azar.

La infracción de lo imprevisto puede ser abrumador, pero tiene remedio: un diazepam –o cualquier antidepresivo– oficiará conciso recurso. Pero el efecto de una tableta resultará efímero, más si el reposo anhelado contradice el azaroso estímulo que representa la infracción de lo previsto.

Habrá que entender que un plan puede fracasar; comprenderse lo eventual que es darse una ducha. Habrá que encogerse de hombros cuando el tráfico va despacio, cuando perdemos el mobile, o cuando descubrimos una nueva arruga en la cara (el azar gana siempre demasiado para carecer de sentido).

Ciérrense los ojos, respírese profundo y déjese la mente sorprenderse más allá de la realidad.

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