lunes, 8 de abril de 2019

En mis aventuras buonarenses constaté que abundaban en el mundo aquellos que apreciaban mi juventud

 Buenos Aires, 1961

José Ramón Alejandro

Tuve que hacer cierto esfuerzo para entender en cual tipo de situación me hallaba. Era una casona de dos pisos en medio de un espacioso jardín situada en San Isidro, un barrio selecto de la ciudad. No lejos del Rio de La Plata. Pero fui poco a poco comprendiendo que Regina, mi hermana mayor, se había metido en una ratonera. Bob, era un alcohólico niño mimado de la alta burguesía que no hacía mucho tiempo se había visto obligado a contraer matrimonio con urgencia tras haber sido encontrado en posición poco digna ante uno de los empleados de la poderosa compañía de elevadores Otis, en la cual su padre propietario lo había colocado como gerente. Estaba lastrada con tres hijos y con la hermana de Bob, aún más borracha que su marido maricón. Una vez entendido el caso escogí comenzar a recibir instrucción en una escuela de Bellas Artes, pero muy pronto mi agobiada hermana a quién mi padre había encargado de cobijarme, mirándome con mucha dureza me espetó esta frase; "Mira Mongui, a mí tú no me interesas porque tú nunca vas a producir”.

Entretanto, también comprendí que en esa lamentable escuela no iba a aprender nada, pero sin embargo allí conocí a David, un bello joven anarquista del cual me enamoré. Pronto me encontré enredado yo mismo en la engorrosa situación de una reunión subversiva en el proletario barrio a la cual mi bello adorado me arrastró valiéndose de sus encantadores ojos de descendiente de inmigrantes italianos, salidos de un retrato de Antonello da Messina. Caímos presos durante veinte días y la prensa regocijada celebró la captura de un peligroso agente revolucionario cubano con las manos en la masa.

Mientras, en su suntuosa y trágica casona de San Isidro Regina, sofocada por esas alarmantes noticias, registró mis pertenencias hasta dar con un diario en el cual no halló los planes secretos para subvertir toda América del Sur, ni nada semejante al Diario del Ché Guevara, sino salaces aventuras con marineros de los muelles y descripciones de mi embelesamiento platónico con mi enamorado. Tuve que salir en un barco que atravesó las fangosas aguas del ya nombrado Río de La Plata para ponerme a salvo en Montevideo donde desde el primer momento comencé a seguir los cursos de una verdadera escuela de arte.

Esa escuela estaba en manos de un simpático grupo de anarquistas con los cuales me entendí muy bien y tuve la suerte de recibir las lecciones de Historia del Arte de Celina Rolleri, una excelente intelectual que mucho me animó a seguir mi proyecto de irme a vivir a París. De ahí fue que tomando un autobus a Porto Alegre, otro a Saõ Paolo y uno más a Rio de Janeiro llegué a tiempo para asistir encantado a la apertura del Carnaval de 1962 en el teatro Joaõ Gaetano que daba el espectacular baile de homosexuales que iniciaba esos festejos. A penas me puse a tratar de bailar la samba una loca me vino a susurrar al oído; "Tenh gente que gosta”.

En efecto, ya había podido constatar abundaban en el mundo aquellos que apreciaban mi juventud, y la prueba era que a ese mismo baile había podido llegar gracias a la generosidad de un gentil enamorado uruguayo que me daba tanto dinero para que yo pudiera seguir estudiando arte en la escuela, que siendo yo bastante precavido, pude abrir una cuenta en un banco que me permitió ahorrar lo suficiente como para, al año siguiente, comprar el billete de barco para viajar a Europa. En ese primer carnaval en Río cumplí 19 años, y conocí a un grupo de estudiantes de diplomacia que me invitó a volver a disfrutar de otro carnaval. El último de mi paso por esas tierras australes.

Para no perder el tiempo gozando despreocupadamente aproveché para ir a ver las esculturas del Aleijadinho a Minas Gerais y disfrutar del carnaval de Bahía a donde acompañado por mi amigo Antonio Larreta asistí al primer toque de santo de mi vida. Los enamorados estudiantes me presentaron a un célebre pintor, Carlos Scliar, que también contribuyó a financiar mi viaje. De esa forma, aprovechándome de mis encantos naturales, pude ir haciendo acopio de todo aquello que necesitaba para la travesía del Atlántico.

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