viernes, 16 de abril de 2010

Macusa y Puti (Habana Soterrada)

Ernesto González

Macusa por fin estuvo de acuerdo en que Puti, de alguna manera, se las ingeniara para saciar su deseo de Raidel. Ya Puti, muy nervioso, había robado el alcohol de noventa grados imprescindible para preparar una botella de menta y propiciar la cita. Por su parte, Macusa había descubierto que algo muy cautivante estaba ocurriendo en sus propias narices y decidió no pasarlo por alto.
—Puti, aplázame eso por ahora, perdóname, pero no se puede —le dijo asomada a la puerta de su barracón—. No vengas por aquí en unos días, que no me conviene. Ya te contaré. Si se da, ya te contaré, seguro. No pongas esa cara, cuando se puede, se puede, cuando no se puede, no se puede. ¿O qué, chico?
 —Ay, está bien, Macu, está bien. Es que me había hecho la idea de dicha fiesta —y se fue muy deprimido a casa de Enos, a quejarse.

 Un joven teniente de la unidad militar, blanco, calvo, de ojos azules, pelotero, el mejor bateador del equipo de béisbol, con unas extremidades verdaderamente museables, comenzó a aparecer por casa de Macusa acompañando a Raidel. Ambos jugaban de manos con frecuencia y bromeaban. Macusa se preguntó por qué aquel calvo tan atractivo aún no se había propasado con ella, ni mostraba síntomas de hacerlo. Los dos hombres se tomaban la botella de alcohol preparado que ella había guardado para su bonitero de Caibarién, y entablaban una intensa conversación que siempre rutaba acerca del derecho del varón a poseer otras hembras además de la suya. Derecho que desde luego ellos negaban a toda hembra y muy en especial a la hembra que «estuvieran representando». 

Ha de decirse que Macusa, a propósito de la causa de las libertades sexuales, era una gran luchadora y comprometida feminista. Abogaba por el acceso de sus congéneres a la variedad de amantes y experiencias, tanto como lo hacían los hombres. Eso provocaba un intercambio de justificaciones varoniles que reiteraban el concepto de que el hombre era hombre, distinto de la mujer, y que desear la variedad era una atribución exclusivamente masculina. Macusa saltaba ofendida, convocaba palabrotas, gesticulaba y más adelante hacía huelga de silencio. En tanto, los dos hombres bajaban la voz, se enfrascaban en un diálogo íntimo y sólo algunos «carajo, cojones, coño, compadre», extraviados, podían escucharse. La mulata había quedado relegada a un segundo plano. Cuando esto ocurría, ella dejaba a los dos amigos en el portal y entraba en su barraca a poner en el destartalado tocadiscos portátil de los años cincuenta, su canción preferida La Perchelera.

A Macusa le molestó en un principio, y le llamó la atención después, que aquellas tertulias la despojaran de la posesión de su bonitero de Caibarién. Al calvo y al bonitero se les iba el tiempo dialogando —el hombre es hombre, distinto de la mujer, por eso es hombre—, y de pronto se despedían y se marchaban.
 Una noche Macusa vislumbró en los ojos azules y enrojecidos por el alcohol, del teniente, como cierto regusto en hablar del mismo asunto este de que el hombre es distinto de la mujer, y se dijo que detrás de los intereses y criterios que ambos compartían, había algo solapado, sobre todo de parte del precioso calvete.
Uno de estos días voy a complacerte, teniente, vas a hacer lo que quieres —le aseguraba Macusa.
Los dos amigos le contestaban riendo, se hacían una seña o se encogían de hombros. Y olvidando la disquisición, se enfrentaban de nuevo a los trueques y puntales de su ética: el hombre es hombre y por lo tanto distinto de la mujer. 
 

La Perchelera (canción preferida de Macusa)
 

Con mi navaja en la mano
no le tengo miedo a ná,
porque soy La Perchelera
más valiente y más templá.
Yo traigo la navaja para los hombres
que en medio de los quereres hacen traiciones,
y al hombre que yo quiero, cuando me engaña,
le dibujo tres cruces seguidas en medio ‘e la cara.
La navaja es una cosa
que a los hombres compromete, un juguete.
La navaja es una cosa
que a los tontos aventaja, una laja.
Al que me engañe con otra
se la clavo por detrás,
al que me niegue el cariño
la puntica nada más.
Al que me engañe dos veces
se la doy en un costado
y al que me deje por otra
(ay, marecita ‘e mi alma)
se la doy en otro lado.
Ay qué rica, qué rica navaja
ay qué bien que la sé manejar
porque pincha, se hunde y que baja
ay, qué bien que la sé gobernar.
Con esta navaja que rompe y que baja
que rica navaja yo sé manejar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo que tomabamos en mi epoca era La chispa de tren,creo que me jodi el higado con aquello.Pero producia esa notas de perder el conocimiento.HLM

Anónimo dijo...

Macusa era un dolor de cabeza.