lunes, 5 de octubre de 2009

Nenita y Nena (2)

Ernesto González

La abuela de Sary, lo probó: se puede ser una mujer feliz bajo cualquier circunstancia. Nenita, que había parido y perdido hijos, y finalmente a su marido, asumió con alegría y con el guaguancó más original bailado en Marianao, el fuego del dolor durante los años previos a su encuentro con el negro Chano. Nenita no buscó explicaciones en ningún sitio, ni le preguntó a un cura ni a un pastor; primero abrazó el dolor para que la quemara de la cabeza a los pies, y luego lo soltó como a uno de esos paquetes pesados que no volverán a cargarse al terminar una mudada, al instalarse en un nuevo hogar e inaugurar una nueva vida. Nenita se había mudado dentro de sí, para un sitio mejor. Y adentro es donde vivimos.

Es extraño no verlo: el recibidor y la sala de nuestro hogar verdadero son los pensamientos, la cocina y el baño tan imprescindibles son nuestras emociones, nuestro ser es un país infinito y estamos negadas a revelárnoslo. En un hombre hallaremos esa revelación, y él en nosotras, si ambos nos fundimos y dejamos de ser dos. La fisión humana provoca una sobreproducción de oxitocina, para comer y para llevar.

Nenita lo había descubierto, y se había otorgado la salida definitiva de esa parte de sí que la había quemado lo suficiente y la había transformado. No necesitó de tarjeta blanca para salir de donde lo hizo, ni de visa para entrar adonde se dirigió. No dejó de ir a fiestas, y por encima de eso, nunca dejó de proclamar esa sonrisa dibujada por una fuente de felicidad sin dependencia de lo externo. Su felicidad era de una cualidad distinta. Nenita esperaba disfrutar de sus dos nietas e irse con ellas a España o a donde fueran a parar. Su capacidad de moción era doble: interior y exterior. No temía irse de Cuba con sus nietas, enfrentarse a una cultura distinta, a un estilo de vida opuesto al suyo. Se trataba del futuro de ellas, quería participar en él hasta donde se lo permitiera la vida. Y vivió consumida por esa idea hasta la aparición del negro Chano.

Chano era un negro dulce y total, hecho de la misma fibra tierna y escasa de Mío, que renovó las sacudidas de hombros y de cintura del guaguancó de Nenita, a pesar de la adver-tencia: jamás abandonaría a su mujer y a sus hijos. Enseguida, como contando los minutos de súbito regalados por la vida, se dejó amar por su negro sin importarle los chismes del barrio ni la envidia de las mujeres de su edad por mantener una relación con un hombre joven.

Nenita dejó que Chano la enamorara, y dejaba pasar los días sin quejas ni amargura de un encuentro al siguiente. Nenita escuchaba cómo Chano nos llamaba la atención a Sary y a mí, con ese tono suyo entre impositivo y azucarado, si bajábamos de la acera a corretear sobre el asfalto. Chano entendía que tanto sol nos empujara enloquecidamente a correr, a gritar, a escondernos, a reaparecer, como si hubiéramos presentido el alejamiento del resplandor, de los colores vívidos, y la proximidad del peso de las nubes, de la dictadura del frío.

El padre de Sary nos regañaba desde adentro de la casa. Y Chano: Estoy al tanto de ellas, no te preocupes. Nenita descubría, en el portal donde le había traído café a su amante, lo que jamás sería capaz de aceptar su nieta: que el amor siempre es incompleto, frágil, y sólo lo conquista una mujer vestida de cojones.

El negro Chano era tan dulzón que hasta lo aceptó el padre de Sary. Una aceptación con visos de milagro. Después de todo, era a él a quien visitaba en la casa. Era su compañero de trabajo, y en el portal, paladeando el café de Nenita, trataban de arreglar sus mundos personales. Nenita nunca vio nada inapropiado en ser una abuela enamorada de un hom-bre joven, y decidió amar a Chano con mujer e hijos incluidos, hasta la noche del adiós. Recuerdo esa temporada insólita, la acechanza de las despedidas y la escandalosa pelea entre Sary y su madre.

Mi amiga jamás había deseado abandonar la Isla, se lo gritaba a sus padres, se lo repetía a su abuela. Es por tu futuro, le aseguraban, un día entenderás, es por tu bien. Sary, con esa persistencia suya, continuaba pataleteando y maldiciendo para no irse de Cuba. En un barrio donde era común hablar de brujerías, santos, espiritismo y limpiezas contra enfermedades y maleficios, no era difícil imaginar la posibilidad de convocar un poder misterioso y creador para quedarse en Cuba, en su barrio, en su casa. Los vecinos eran también familia, éramos como hermanas, y a mí tampoco me pasaba por la cabeza abandonar a Cuba en aquel tiempo. Sary no le preguntó a nadie cómo hacer su pedido, sino que se dejó llevar por su intuición, por un impulso.

Una mañana, al regresar de la escuela, fue al puesto de viandas, lleno de calabazas, y compró una pequeña. Le robó el pomo de miel a Nenita, y se fue a un rincón del patio a preparar su sortilegio dictado por la determinación de no marcharse. Con un cuchillo raspó la corteza de la calabaza, le abrió un hueco, le metió miel y le echó por arriba, le amarró una cinta amarilla y le dedicó el ofertorio a la Virgen de la Caridad. Vigiló las idas y venidas de su familia, cavó un hueco en una esquina del patio de tierra y enterró la calabaza «trabajada».

La situación de la salida empezó a deteriorarse: el papeleo se complicó, el permiso de partida no lo otorgaban, les decían que tuvieran paciencia. Nena, espiritista ella misma, cansada de preguntarse si había una barrera real o creada, interpuesta en los planes familiares, fue a ver a Clara, la del Cotorro, su «amiga de los años».

La inolvidable Clara que tanto en común tenía con ella.


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