jueves, 4 de agosto de 2016

Pupy y la soledad


La soledad es una sed que la ilusión no satisface. Kobo Abe, La mujer en la arena

Ernesto González (tomado de la novela Todas las ausencias)

Pupy es la única hermana de Nena y, es el caso, también mi única tía. Es un bebé que no quiere ser destetado y está pagando caro ese capricho suyo con la infancia. Para Nena, había mucho de holgazanería en esa inmovilidad de Pupy, en su rigidez, su ignorancia para bañarse o su incapacidad para freír un par de huevos y no morirse de hambre.

Yo sigo creyendo en su compromiso firmado con la niñez, en ese dejarse arrastrar por la ternura para preocuparse por un extraño, por la familia y por la gente de Bauta. Sigo creyendo en su mirada y en su vocación para el bien. Para mi tía, gobernar era repartir lo poco entre muchos. Lo oyó hacía años y era una de las escasas rocas sin requiebros de su memoria.

Por eso lo sigo creyendo: Pupy tiene un pacto con la infancia tan inderogable como el que yo tenía con mi padre. ¿Cómo, si no, iba a comprender un requerimiento de cualquiera? Un vaso de agua, un carretel de hilo o un plato de comida solicitado por un desgraciado en la puerta de casa, sacaban a Pupy de su inmovilismo del butacón con pasitos de ternura para registrar los espacios donde creía poder hallar una respuesta para cada carencia. Pasitos que se hundían ahogados por la marea de confusiones de su mente.

Si Nena estaba presente, se le envilecía el colon. Es que con sus pasitos de ternura, Pupy pasaba del cuarto a la cocina, de ésta al baño, de allí a la sala, para volver a comenzar su ciclo errático en el apartamento, sin poder recordar una sílaba del nombre de la imperiosa necesidad que deseaba llenar. La industria de amor instalada en Pupy por sabios colonizadores galácticos, había sustituido el papeleo oficial, el correveidile y la inmutable verticalidad, por una cadena de producción de ternuras obstinadas en servir al corazón de la gente, sin cálculos ni anuncios. Nena contemplaba los desplazamientos erráticos por la casa, contraía su colon y gritaba: ¡Pupy, Pupy, unas porque te mueres tirada ahí y unas porque te desbocas! No sé qué voy a hacer contigo, la verdad. No sé qué voy a hacer.

Creo que Nena sí lo sabía, aunque se abstuvo de decirlo hasta lo de Galiano. Ahí sí me importaba poco que su colon la asesinara con diarreas.

Nena fraguaba el internamiento de mi tía desde hacía años. Lo sé. Esa idea de internar a Pupy, era vieja colega de aquéllas concebidas por una primogenitura malograda que le seguía doliendo. La idea de internar a mi tía era irreconciliable con el olvido, y descargaba su rencor en el sistema nervioso de Nena, haciendo su colon mórbido y sin contención para las heces.

El detonador fue el desastre de la calle San José, el mayor disparate cometido por Pupy en toda su vida. Al morir abuela, Pupy heredó una casa pletórica del buen gusto de una española cuyo lenguaje nunca sobreseyó sus orígenes en Trujillo, un pueblo al centro de Extremadura. El refinamiento de mis abuelos, que no olvidaban su condición de bodegueros en la calle San José, los empujaría, ya dueños de dos bodegas, a regresar a Europa con el fin de darse los gustos impensables para dos campesinos de Extremadura. Le Moulin Rouge y Montmatre estaban entre los lugares que fui descubriendo por boca de mi abuela. Y mi afición a las chinerías y a los budas de porcelana, es fruto de su corta estancia en mi niñez.

La dichosa casa de San José estaba abarrotada de esos ecos caros de mis abuelos. Entre el mobiliario de la sala, la saleta y el comedor, comprado a famosas firmas importadoras que no recuerdo cómo se llamaban, en el juego de cuarto imperial hecho a mano, en los de soltera de Nena y Pupy, entre esos lujos pagados con el desarraigo de Extremadura, proliferaban satisfechas panzas de Budas, jarrones inmensos y adornos de jade y porcelana, que adornaban las habitaciones con ese barroquismo tardío y desenfrenado de los emigrantes.

Mi tía Pupy heredó la casona y así dio el paso inicial para perder su libertad. De pronto vimos que a Pupy ya no le atraía estar con nosotros en Bauta. Una visita sorpresa nos descorrió el misterio: un hombre de su edad, albañil, la visitaba. En cada viaje nuestro a La Habana, a pasear y saber de Pupy, allí estaba el hombre o llegaba siguiéndonos los pasos.

De esos meses no puedo decir nada malo de él y, es cierto, arregló la cocina y repelló paredes. Hasta pensamos que Pupy había encontrado compañía. Un sábado, yo no había querido ir a La Habana. Me fui con mis amigas para el cine y, al entrar a casa, me asaltó el timbre agudo de la voz de Nena cuando descubría un infectado en su sistema del absurdo. ¿Qué le pasa?, le pregunté a Pipo. Imagínate lo peor, ¿te acuerdas del hombre que estaba con Pupy? ¿El albañil? Sí. ¿Qué le pasó? Nada, ¿qué le hubiera podido pasar a él?, chilló Nena. Vieja, por favor, y Pipo pudo articular una explicación, el tipo la hizo permutar la casa de San José por un apartamento de un cuarto. ¡No, mentira! ¿Y ahora?

Con una mirada, Pipo calló la boca de Nena que ya se abría en el siguiente relámpago de salamandras, arañas, serpientes, escorpiones y sapos que me lanzaba a la cara. ¿Ahora?, dijo Pipo, no se puede hacer nada.

Yo sí hice. Y me gané una ojeada de Nena y una caterva de bichos entre sus gritos, que no quiero ni recordar. Es que me pareció tan patético lo de Pupy, tan pintoresco y por último tan simpático. Ahora se nos llenará la casa de bichos repugnantes, pensé, ahora sí que Nena se nos queda sin colon, esfínter ni nada, Pipo va a tener que certificar la primera muerte de fondillo de la medicina cubana.

Olvidando las frases y el ejército de animalejos que yo veía desbordando las fauces de Nena, la casa perdida, los muebles perdidos, (¡qué vieja estúpida, Dios mío!, ¡qué vergüenza, con cincuenta años y dejarse engatusar por un delincuente!), olvidando la mayor hemorragia de odio que he presenciado, olvidándome hasta de la pobre Pupy, me senté y me empecé a reír. Estigmatizada por Nena a las dos iniciales carcajadas que se me salieron como gases inaguantables, las veinte o cien que le siguieron me resultaron consoladoras, y allá fui, encima de mi cama, a celebrar las diarreas de Nena doblándome de risa.

Pupy era una niña de cincuenta años cuando nos dijimos adiós una madrugada, en casa, expresamente invitada a la fiestecita de despedida por mi salida definitiva. Y aún me envía sus palabras cálidas en los sobres que también traen desde La Habana posdatas de mis padres. La carta de Pupy es un solecito que sale del sobre con una piromanía bendita y vuelve cenizas el recuerdo de las frases de mi madre, sus galimatías y sus sombras. Esos profanadores del pacto con la ternura que Pupy había sellado.

Me reconforta haber conocido un solo ser para el cual la vejez jamás será una intrusa persistente, desdentada y triunfadora. Pupy y el amor por mi padre son mis dos quimeras, dos maravillas desintoxicadas de tiempo. Son dos monumentos a dos ternuras, una de ellas quizás algo inconsciente, aunque ambas forman parte de ese rayo escaso y de milagro vivo que centellea por ahí.

2 comentarios:

  1. qué belleza de semblanza, ernesto. con una tía así un sobrino buen escritor, que la trae y la comparte. RI

    ResponderEliminar
  2. GRACIAS POR LO DE BUEN ESCRITOR, PERO PUPU NO ERA MI TIA SINO LA DE UNA QUERIDA VECINA MIA. UN ABRAZO.

    ResponderEliminar