martes, 21 de enero de 2014

Tita la balsera


Ernesto González (de la novela Descargue cuando acabe)

A la una y media ya la acera está inundada de Declarantes de Jesús ansiosos por co­nocer el destino de Tita, La Balsera que cumplió su sueño, como la había rebautizado el anciano Mongo durante el culto, al invitar­los a disfrutar de la obra de arte. Al ver la inesperada demanda de boletos, el administrador del teatro se dispone él mismo a abrir la taquilla para empezar la ven­ta antes del horario acostumbrado. De manera que el público ha­bitual del teatro no tiene más remedio que ocupar los pocos asien­tos disponibles al fondo, sentarse en unas sillas de tijera colocadas al efecto o permanecer de pie. La audiencia de Declarantes de Jesús queda dispersa entre las primeras filas y el centro de la pla­tea. Algunos de ellos dan muestras de inquietud, al verse rodeados de personas algo fuera de lo común. El Anciano Mongo, sentado al centro junto a su esposa, sonríe tratando de calmar co­mentarios impropios de los Hermanos, que llegan a sus oídos.

A las dos y media suena la fanfarria y se abre el telón. Aparece la protagonista, de enormes senos, con una vaporosa y escotada bata de casa de floripondios rojos, sentada en una butaca de bar en medio del escenario. Según el monólogo, Tita había sido dentista en Cuba. Se ha­bía graduado muy joven de la carrera y había tenido que ir a cum­plir el servicio social en la campiña cubana. Había tenido que le­vantarse de madrugada en el albergue para que un tractorista la llevara (me diera un rai, yunó), hasta la clínica localizada en el centro del pueblo. Algunos de estos tractoristas la habían enamo­rado (contriman, yunó, goryus, unos guajiros fabulosos), pero Tita había hecho lo posible por mantener intangible su condición de dentista rural recién graduada. Una mañana, sin embargo, no pudo más, se rindió ante la evidencia y decidió complacer a uno de los tractoristas de manos grandes y ásperas, hermoso (rili, rili goryus, durísimo, vaya).

Tita hace entonces un discurso sobre los torsos masculinos: los describe como carreteras de diez vías que conducen al paraíso (son superjaigüeys, ¿alguien lo duda?), los compara con una ascensión al Turquino, con un irreversible ata­que al corazón y con una embolia (vaya, es que dan hasta hemiple­jia, yunó, es que... Vaya, no es fácil). El nombre del tractorista era Pedro. Una mañana, desecho por el rechazo de la hermosa Tita, decidió dar un paso convincente: abrió su portañuela y expuso ante los trastornados ojos de la den­tista, un enorme y torturador falo blanco (metí un grito, grité, sí, yunó, bicos nunca había visto nada parecido, y me asusté, me asusté muchísimo previendo el irreparable daño que pudiera oca­sionarme aquel miembro desatinado, me aterroricé en verdad, aimín, yunó). Tita desplegó sus diversas mañas adentro del tractor y el hombre quedó hechizado para siempre (foreveranever, yunó, nunca creí que nadie fuera a amarme así, nunca, hasta que ese tractorista del rai me amó como lo hizo, aimín, como sólo sabe hacerlo un contriman, foreveranever, ay min, yunó). El tractorista resultó ser un adicto sexual, especialmente a las mañas de Tita.

Cada mañana, de lunes a viernes, se repetía el ri­tual mañoso de la futura balsera. Una vez, demasiado ensimisma­da en el placer que recibía, en plena llama, Tita encendió con una de sus sabias sacudidas el chucho del tractor que echó a andar lentamente hasta el pueblo. Ya las mañas de Tita habían engatu­sado lo suficiente al tractorista, no acostumbrado a aquellas cosas de ciudad que hacía la doctora. De manera que muchos guajiros en la calle pudieron ver cómo Leda (estaba hechizada, enloqueci­da, sudada, yunó, como crazi) subía y bajaba en la cabina del tractor que se desplazaba despacio por la Calle Real del pueblo. Un montón de curiosos se fue formando detrás del ingenio agrícola agitado por los movimientos mañosos de Tita, encima de las piernas de su campesino.

Los trabajadores que se dirigían ha­cia sus labores, los niños y los adolescentes que iban hacia sus es­cuelas, prácticamente todo el pueblo, se incorporó al desfile enca­bezado por Tita, quien con sus ojos apretados, su pelo sueltísimo y su cabeza levantada hacia el techo del tractor, subía y bajaba desaforadamente en la cabina (aturdida, yunó, en otro mundo con el contriman, aimín). Cuando por fin el tractor chocó con una palma real y se detuvo frente a la clínica donde la dentista trabaja­ba, un carro de la policía los estaba esperando.

Sacaron a la den­tista sudada y carmesí por un flanco del maltrecho tractor y al tractorista por el otro. Los oficiales de la policía no quisieron oír las explicaciones que ambos querían dar (¡nadie escuchaba, nadie escuchaba! Nobadi, yunó, aimín, guarever); sobre todo Tita, que deseaba decir que había sido cosa del destino, no nada inmoral ni nada de eso (era algo que ambos sentíamos, algo muy fuerte que no soy capaz de explicar, sólo Dios sabe por qué, sólo Él lo sabe, yunó, aimín). Ante esta confesión exultada por Tita con un vi­brante llanto, el Anciano Mongo, muy atento al monólogo desde su butaca en el centro de la platea, no puede menos que volver a asentir y comprender. Los Declarantes, que no habían perdido pie ni pisada del rostro del Anciano, se miran y también asienten.

—Recuerden siempre que los Declarantes odiamos el pecado, no al pecador —susurra el Anciano echando una mirada indul­gente a los Hermanos por los alrededores, quienes escuchan el recordatorio y transmiten la enseñanza de boca a oído. Los Decla­rantes alejados del líder observan su aquiescencia, asienten y con­tinúan oyendo a Tita.
La futura balsera sigue llorando en silencio, bajo el haz de luz que se torna rojo tomate. Un joven y emocionado Declarante sen­tado detrás del Anciano, salta de su asiento y grita enarbolando sus brazos: ¡Alabado sea el Señor! ¡Alabado sea el Señor!.

Tita, estática en el escenario, mide aquella reacción y da un orgulloso sacudón de cabeza.
—¡Así sea! —grita.
El Anciano Mongo rompe en aplausos. Los hermanos aplau­den y se miran asintiendo. Pasados unos vibrantes segundos, Tita se sumerge nuevamente en su personaje:
—Ese mismo día tuve que partir hacia La Habana, a cumplir prisión, acusada de haberle dado un uso inapropiado a los recur­sos del estado.

El auditorio murmura de asombro. Tita hace una pausa larga sobre el escenario cubierto ahora por un haz de luz violeta. Los Declarantes vuelven a observar al Anciano Mongo quien con uno de sus gestos asegura que la obra marcha bien.


Luego de cumplir unos meses de prisión y jurar sobre la Cons­titución de la República que jamás volvería a dilapidar los recursos del estado cubano, Tita volvió a su trabajo como dentista. Con mucho esfuerzo pudo comprar un cuartico en La Habana Vieja (que estaba comindaon, yunó, como ahora, ifyunoguaraimín). Al principio Tita estaba muy contenta y puso fotos del Ché y de Fidel en las paredes (¿qué iba a hacer?, yunó, es el Comandante, yunó an so sorry). Trabajaba en La Habana Vieja, e iba caminando a la clínica. Estaba cómoda, tenía casa por primera vez en la vida, amigos y un novio maravilloso. Tenía hasta teléfono público en el piso (a unos pasitos de mi habitación, yunó, estaba divina, lo que se dice divina, lo tenía todo, todo, era lo máximo, ¿a qué más po­día aspirar una dentista como yo, nacida y criada en el socialismo cubano?, yunó).

Pero como la felicidad es efímera, aún en el paraí­so socialista, Tita volvió a tener problemas. Rompió su juramento, no el hipocrático, sino el teocrático, y volvió a malversar los recur­sos que tan generosamente el estado había puesto a su disposición. Tita abusó de la generosidad y del perdón estatales. Sí, eso había dicho el juez durante el juicio.

—Todavía la gente de La Habana Vieja me conoce como La Abusadora Estatal. Es náiz, yunó, que los hombres te llamen abu­sadora, ifyunoguaraimín...

(continuará)

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