miércoles, 19 de mayo de 2010

El enterrador


Ernesto González

...Era distinto, demostraba tener buen corazón, y sin embargo, comió de pronto del sacramento del búfalo y se nos hizo extraño. Heinrich Böll 
Por el sótano, en una camilla que chirriaba vejeces, dos hombres llevaban el cadáver, tapado con un pliego de papel cartucho a un insignificante cuarto de la morgue. No sobresalían los cabellos ni los dedos de ningún pie, de la abundancia de papel que lo cubría. El forense lo destapó y secó y vendó sus heridas; llenó el formulario, ya se sabían que eran tiros de paredón y escribió lo que escribía siempre. Los dos hombres se encargaron de vestir el cuerpo, y sus rostros hueros, reflejaban la peor humillación de los muertos. ¿No le han traído ropa interior?, preguntó uno. Para lo que le va a servir, respondió el otro. Entre ambos lo vistieron de oscuro.

Ningún pariente que lo hiciera, ni siquiera esos que pagan por no hacerlo: saco oscuro y camisa grisácea bajo la oscuridad y pantalón y medias negras. Ninguna medalla para aquel difunto que había prendido tantas en otros tantos pechos oscuros, que a su vez, las habían puesto en aquel pecho helado. Sólo rostros hueros, ni una lágrima que lo acompañara hasta el perdido rectángulo de tierra que acechaba sus carnes y sus huesos en esa casa de los muertos sin estela de vida. Allí fuiste llevado poderoso corcel sobre los hombres, pobre liador de conciencias que decías comer del sacramento del cordero.

Los enterradores lo acomodaron en una caja y atravesaron con ella al hombro, la casa de los muertos sin estela de vida; y llegaron al rectángulo cavado que aguardaba reseco de calor. Ninguna apología. Ni una diatriba esperaba a quien había repetido tantas; sólo la huera mirada que se ve en estos entierros, la peor humillación de los muertos. Bajaron a la fosa el cuerpo sacramentado de falso cordero que nunca apacentó: tocó fondo la caja y el golpe sonó como a festín para la tierra. Los enterradores descorrieron las sogas y las tiraron deseosos de terminar aquello. Echaron la primera pala de tierra sobre la tapa que aísla la carne y los huesos de su último fin, y al enterrador que había preguntado, quizás sin saberlo, algo de pena le nació por aquel muerto.

Continuaron los palazos de tierra resecada por el sol. Cubierto todo el féretro, emparejaron la superficie de esa casa, en lo más apartado, de los muertos sin estela de vida; como si no quisieran señales de que allí descansaba el que decía comer del sacramento del cordero. Eras uno más, murmuró el enterrador apenado; qué mal te hizo que nunca lo supieras. Y un rebote de fulguración y estuosidad afianzó la nobleza del sol, que sabe ser ocaso y desaparecer unos segundos después.
En los entierros de tercera no se canta.

2 comentarios:

  1. Has pintado tremendo retrato. Te jamaquea y después te suelta con extraña calma. Saludos.

    MI

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  2. Texto raro, aleatorio. Si acaso, todos seremos corderos de sacrificio. RI

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