viernes, 14 de mayo de 2010

Manuela la mexicana

Ernesto González

Cuando conocí a Enos, me dijo que todos los gays del grupo tenían nombres de guerra. Yo, a partir de entonces, sería Manuela la mexicana, como la protagonista de la novela que me contó. El rollo de mi naturalización azteca empezó años atrás, cuando noté que los pepillos me confundían con un mexicano —soy muy trigueño, aunque alto— y no me costó nada seguirles la corriente. Siempre lo hacía al ir de vacaciones al interior del país, pero como la cosa me gustó comencé a correr esas máquinas también aquí en La Habana: en una guagua o en Coppelia. Me vi en apuro muchas veces, y moría de miedo al salir a la calle, pensando en el escándalo que me podrían dar o en una posible golpiza.

—Te estás buscando una puñalada, Manuela —me advertía mi amigo Dueñas, Gloria para sus íntimos. —Te la estás jugando como de que dos y dos son cuatro. Lo sabía, pero no me importaba. Es que me sentía tan bien cortejada por esos machangos bien andrógenos, olorosos a hormonas viriles, inconfundibles al olfato gay. Te hablan echándote el aliento encima —ay, ese aliento—, y ese calor de hombre que les sale por dondequiera y me sofoca. Soy muy puta, lo he sido siempre desde que nací, toda mi vida. Ahí está mi piel lampiña y tersa; y a pesar de mis añitos, suave. Ellos mismos no se cansan de repetirme que puedo competir en suavidad con cualquier pepilla, que no le hacen ni la cuarta parte de las barbaridades que les hago yo. Me lo repiten, mientras yo me les meneo encima: Puta, puta, tú lo que eres es una puta, me dicen. ¡Y eso me pone! Aunque, sin hipocresías, puedo decir que disfruto más de la conversación y de la compañía de un hombre, que de su sexo.

Dicen que una característica sobresaliente de Cáncer es su romanticismo. En mí, al menos, su predicción se cumple absolutamente. Enos no es así, es práctico. Va al directo. Capricornio al fin. Eso es perder el tiempo, Manuela, me dice, no tengo paciencia para sentarme a escuchar los problemas que tienen los hombres con las mujeres, sus líos en el trabajo o con los hijos. Si van a templar, que lo hagan y ya. Enos es muy práctico. Yo no, yo necesito primero oler al hombre, saber que me está atendiendo, necesito acariciarle los pies, peinarlo, perfumarlo —nunca ando sin colonia en mi maletín—, necesito saber que lo estoy atendiendo, y que él se deja atender por mí. ¡Irremediable canceriana que soy! Vicky y yo salíamos desde mi época de estudiante de medicina, era mi imprescindible parapeto de hombría en la Universidad.

Desde el principio, Vicky se mostró muy maleable conmigo. Me permitía peinarla a mi antojo, le compraba —carísimo— el perfume que hubiera querido usar yo, escogía las telas y le diseñaba los vestidos de noche. Le combinaba la ropa y los zapatos. Íbamos a un restaurante o a un cabaret, y no había ni una sola mirada masculina que pasara indiferente junto a nosotros. El caminar de Vicky, su estilo, su elegancia, obligaban a todos, hombres, mujeres y niños, a virarse y contemplarla hasta que su cinturita y su fondillón desaparecían por una esquina. Yo sabía que los hombres se viraban cuando pasábamos, que se detenían en medio de la acera. O si iban acompañados, sabía que un gesto de disimulo ofrecería la oportunidad de repetir la ojeada sobre las piernas, el pelo —el pelado que le había hecho— y las nalgas de Vicky. Sin embargo, no era a la mujer que yo llevaba de mi brazo a quienes los transeúntes se comían con la vista, sino a mí. Yo suplantaba la personalidad, el cuerpo de mi mujer, deseado por la marea callejera de hombres.

Yo era Vicky cuando nos acostábamos. Yo era quien tenía adentro la de aquel rubio de ojos verdes, muy velludo, muy alto, que me deslumbró en la esquina de L y 19. Y también la del jabao deportista que habíamos visto en la ruta 22, y la del quinceañero al lado del cual nos sentamos en el cine La Rampa, que me estuvo dando la noche completa, sin descanso, provocándome decenas de orgasmos. Orgasmos que en nuestra habitación yo provocaba en Vicky, siendo ella, y que ella gozaba siendo yo. Así Vicky se fue enloqueciendo conmigo. Todos mis compañeros de carrera se habían casado y criaban a sus hijos. Yo quería tener esa vivencia. Decidí que fuera con Vicky. Una vez casado me otorgarían un buen apartamento en calidad de inquilino eterno que no paga alquiler. Ni mis hijos ni yo seríamos propietarios nunca, pero era suficiente para nuestro bienestar. Aberraciones socialistas, como todo el mundo sabe.

En aquellos años —sin hipocresías—, más que el reemplazo de la personalidad de Vicky, disfruté del nacimiento y desarrollo de mis hijos. Mis principales motivaciones eran su crianza y mi carrera de cirujano. La de Vicky parecía continuar siendo la satisfacción de su libido a cuya intensidad, inconscientemente, yo había estado contribuyendo. Entre el salón de operaciones, las tensiones del hospital y la preocupación por conseguir ropas y alimentos para mi prole, la noche me cogía destruido, muerta. Sin hipocresías. Pero Vicky no me dejaba dormir, requiriendo mis favores sexuales a cualquier hora de la madrugada.

Ya yo no estaba para aquel ajetreo nocturno, y ella —me di cuenta después—, despertaba al niño golpeándole la cuna para que yo saltara de la cama y corriera a ver qué le pasaba. No podía volverme a dormir hasta estar convencido de que se encontraba bien, hasta que lo veía adormecerse acunado por mí. Al regresar a la cama, Vicky se me echaba arriba como una fiera, me calentaba tanto que, al rato, la reemplazaba con mi mente: un mulato poderoso, paciente mío, a quien había operado en la mañana, me poseía entonces con una vehemencia que despertaba al niño de verdad. Y yo estaba encarnado en el cuerpo de Vicky.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Ernesto, Muchos homoxesuales hicieron eso para poder resistir en aquello. Pero los hijos son medios para un fin. Pobres hijos.
Marielena

Anónimo dijo...

Nice picture Lion. Lionsito, porque tus pelis son tan cheas cuqui?

Anónimo dijo...

Tenia una burka puesta? Ese es el gran peligro de las burkas, quien sabe lo que llevan abajo.

Elena Burka

Anónimo dijo...

Y quien pinto esa porcelana tan hermosota????

Anónimo dijo...

LINDOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

OBAMITA dijo...

Actually, my favorite Gustave Courbet painting is "The origin of the world".
Now that is a painting that you could lose yourself in.

Anónimo dijo...

Manuela dug the chipotle alright... Saludos.

MI

JR dijo...

Interesante esta experiencia literaturizada. El homosexualismo bajo circunstancias inhibitorias asume derivaciones sorprendentes, novelescas. De modo que el sincretismo libidinoso con la inclinación sexual de Vicky da para bastante más que una viñeta o un relato breve. Una misma mujer repartida en dos cuerpos con cabezas y genitales diferentes. Me pregunto, cuánto de Manuela la mexicana transitará de modo inconsciente -o no tan inadvertidamente- por la sexualidad de muchas parejas.