martes, 6 de abril de 2010

El nudismo según Reynaldo Sands

Ernesto González

Aquel domingo aterrizamos en la playa como al mediodía. Cuando avisté aquellas cantidades de nalgas y pitos al aire libre me dio como un vahído, me subió como una cosa, vaya. Que no estaba acostumbrado a ese cuadro en vivo y en directo, y me quiso atacar la parálisis de nuevo. Pero esta vez su causa era el goce, no la depresión. Era un gozo para la vista; aquellos corpachones expuestos a mi malignidad. Por supuesto, no todos eran corpachones, había quizás demasiados gordos y gordas con las tetas por el ombligo y llenos de estrías, celulitis y vaya usted a saber cuántas otras hijeputancias de los años. Sin embargo, su obviedad asumida a cielo y mar abiertos la consideré tan oportuna y esclarecedora como, digamos, mis lentes de contacto.

La playa nudista estaba delimitada por dos cercas y por letreros que explican lo que el paseante se va a topar detrás de los matorrales, al encaminarse hacia la costa. Había una zona gay y una straight, como era de esperarse; y mucha tierra de nadie que me cautivó, donde me quería posar. Armandito es demasiado partidista como para soportar un straight a su alrededor, así que nos acomodamos en la zona gay. Plantamos las toallas y nuestros culos encima, y al instante vinieron unos pájaros a saludar a Armandito. Este es mi amigo Reinaldo Sands, me presentaba y agregaba como con timidez, es un excelente comunicador y escritor. Hubo que explicarles a las locas qué coño era comunicador. ¿Y qué escribes, misterio o ciencia-ficción?

Las dos opciones creativas propuestas por esas células tan apropiadamente llamadas grises, estuvieron a punto de arruinarme la contemplación del maná corporal que me rodeaba. Dejé a Armandito encargado de lidiar con esos cerebros, y me paré anunciando que iba al agua. Caminé en dirección al mar y me desvié hacia la zona straight que estaba como Dios manda. Se habían dado cita allí, sin escrúpulos de ninguna clase, los varones más hermosos del planeta. Me dieron como tres cosas seguidas, hasta mareo y un principio de asfixia que me obligaron a sentarme. Me quedé tan encantado que se me fueron las horas distinguiendo, clasificando, situando, comprendiendo. A partir de aquel domingo regresé los fines de semana que puede. Y solo, of course, para estar a mis anchas. En corto tiempo se me hizo familiar el panorama y las figuras sociales preclaras de aquella fabulosa playa de “encueros”. La figura central era Tom, un hombre de unos sesenta años, barba blanca y muy quemado por el sol. Es el vocero de la comunidad nudista. Tiene su sitio junto a la caseta del salvavidas, que nadie osa usurpar. Allí extiende Tom su chaisse longue y coloca junto a su cabeza un pequeño radio de pilas y los periódicos de la jornada.

A cada rato se le ve caminando entre los grupos, conversando, saludando a la gente. Siempre se acuclilla, rompiendo la territorialidad de su contertulio; y sus grandes y viejos huevos cuelgan y se mueven empujados por la gestualidad de sus brazos. Tom saluda a todos mientras sus huevos cuelgan graciosamente. Sin aquellos huevos gigantes y antiguos, esta no sería la playa que es. Tom, además, da masajes a las mujeres. Algunas, con la parte inferior del bikini puesta, se extienden para que Tom las empape de aceite y les friccione los muslos, la espalda y los pies. Se ve que el viejo Tom adora los pies jóvenes y suaves de las mujeres, es ahí donde sus manos se pasan la mayor parte del tiempo. Esas manos suyas, tan enormes y pellejudas como sus huevos, acarician el pie empapado de aceite con una maestría tal que la mujer va cayendo en un letargo sabroso e infinito que la aísla del sol, de las risas y del ruido de la gente; de los gritos de los que juegan voleibol y de la música que difunden las grabadoras portátiles, tan excesivas y escandalosas como en Santa María del Mar, por cierto.

Tom, invariablemente acuclillado, como para reafirmar la presencia de sus gigantescos huevos, arrodillado o encima de la mujer en cuestión, intenta alcanzar toda la piel dorada que se le ofrece; frota, insiste sobre los músculos, trata de llegar a los ligamentos, incentiva la sangre, rejuvenece a la fémina y se rejuvenece él de tanto palpar pieles jóvenes, de tanto olerlas, sentirlas y saborearlas. Tom es un buen ejemplo a imitar por los paladines de la territorialidad individual que huelen peligro en cualquiera que se les acerque. Se ve a la legua que Tom no tiene ni un centímetro de neurosis o ansiedad. Yo lo propondría como paradigma y hasta haría con él un comercial y eso, para enseñar al ciudadano promedio a dar respuestas espontáneas, creativas y saludables a las repetitivas situaciones diarias. En fin, ya estoy poniéndome didáctico. Lo que quiero decir, si me lo permiten las emociones, es que Tom es magnífico; vaya, que está beyond the words. Y aunque tenga una barba más blanca que la de Santa Claus, su alma palpita como la de un muchachón de La Rampa, o mejor, de Malecón. Alma de aire y sal puros, de pura libertad que flota desde al mar.

Sólo hay que contemplar la manera con que acaricia los pies de las muchachas y oírlo defender el nudismo, el naturismo -y me imagino- el sexismo; sólo hay que verlo saludando a la gente y entregando los flyers que manifiestan su derecho a estar en aquella playa como Dios lo echó al mundo y como lo puso al cabo de los setenta y tantos años de vida. E indirectamente, su derecho a sobar pieles jóvenes cada día. Los domingos Tom y sus amigos habilitan una pequeña tienda de campaña donde venden T-shirts, camisetas y gorras con lemas alusivos al nudismo; y lo más importante, con información sobre lo que está sucediendo con respecto a este issue, siempre en la mirilla del conservadurismo floridano. La mayoría de quienes vienen a esta playa son miembros de una organización naturista. Yo llegaba, recogía los volantes a ver cuál era la última y me quedaba unos minutos contemplando la maestría sobadora de Tom para con sus amigas. Al cabo de un rato, cansado de ver aquellos huevos —algo excitado quizás— proseguía mi peregrinaje por la orilla, observando las pieles blancas, amarillas o tostadas; situándolas, comprendiéndolas y amándolas en secreto. En mis caminatas escrutadoras descubrí al mentalista.

Creo que es cubano, aunque nunca le oí decir ni pío. Ni falta que me hacía. Como era una pieza con todo y lo demás, estuve detallando sus en¬cantos durante un rato que me permitió descubrir su psicología de mentalista. El tipo se desplazaba de un área de la playa a otra echando una ojeada seleccionadora y extremadamente discreta, serena y efectiva. Colocaba su mochila, sacaba su toalla gastada y la tendía en el sitio escogido que resultaba estar frente a una mujer sola o acompañada de una amiga. El mentalista se acomodaba de manera tal que la mujer(es) tenía(n) que verlo, con las piernas dobladas hacia arriba, cerradas, para que por debajo de ellas se deslizara tierna y coloradota su enorme mortadella. Al mentalista le molesta sobremanera que los gays lo miren, de ahí su técnica de las piernas juntas.

Cuando alguna desquiciadita —de las que abundan por allí claro está— insiste en mirar hacia las piernas del mentalista, no ve nada porque él las baja enterrando en la arena su mortadella rojota. El mentalista tiene una meta fija: la o las mujeres seleccionadas. Algunas veces le veía sentado a la altura de las escaleras que dan entrada a la playa, oteando hacia dónde dirigirse, esco¬giendo con imperturbabilidad ciertamente asiática, en el horizonte de desnudez de Halouver Beach, su presa del día. Una vez seleccionada su fémina, con inimaginable lealtad pasaba el día frente a ella mostrándole su escandalosa mortadella que se inflamaba o se escondía en la arena de acuerdo con las condiciones circundantes. Jamás vi a una sola mujer que se molestara, se cambiara de lugar, virara la cara o le diera la espalda al mentalista. Las acechadas, sin excepción parecían estar muy concentradas en su libro, tomando el sol o escuchando música.

Ninguna mostró jamás interés alguno por alejarse de aquella mortadella cercana y tiernamente amenazante. Que nunca vi a ninguna ni moverse, lo juro. Y al mentalista nunca le oí ni un monosílabo. Me he quedado sin comprobar si es cubano, habla inglés, es mudo o tartamudo. Juraría que es cubano. Los sonidos no existen para él, sino estrictamente la imagen. Aquí estaré toda la vida, parecía decir su impecable silencio; aquí estaré al acecho, revolviendo tu mente, acosando tus pensamientos, encendiendo de punzó tus entrepiernas y confundiéndote. Todavía no entiendo cómo un ser humano de aspecto normal —repito, no sé si mudo— puede estar horas enteras sin decir palabra, sin moverse a no ser con su vertiginoso gesto de enterrar la mortadella en la arena para evitar a alguna gay mirona y descocada.

El mentalista es un perfecto contemplativo. Elegante, diferente de los disparadores que afloraban por la arena en los atardeceres. El mentalista es contemplativo, cauto y fino. Un cubano diferente, si lo es, cuestión que no puedo asegurarle a nadie. Una tarde apareció en la playa una pareja de hermosos jóvenes trigueños, se desnudaron a unos metros del mentalista, desplegaron sus toallas y su grabadora y se untaron Coppertown. Muchos de los intranquilos trashumantes como yo empezamos a mudarnos cerca de la pareja para enyoyar la obra de arte que formaban las dos bellezas congregadas. Eso ocurría ante la total apatía del mentalista. Llegamos a ser unos quince los que desperdigados en forma de U sitiamos a la pareja de hispanos que, tendidos en sendas toallas, permanecían indiferentes al apogeo que habían suscitado.

De pronto el joven pegó un brinco y se pasó para la toalla de su compañera. Tuvo que acomodarse de lado para que su cuerpo no tocara la arena, de manera que los congregados en la "U" hubimos de observar muy interesados cómo una segunda mortadella, verdaderamente competitiva, quedó enfilada hacia arriba acariciando la cadera de la joven. Rápidamente hubo un movimiento de consternación entre los integrantes de la letra, y una especie de dolor de cabeza colectivo nos invadió. Más caminantes se sumaron a la grafía, que se convirtió en "O" en pocos segundos. El mentalista contempló con inmenso desgano el movimiento de la pareja hispana y volvió a concentrarse en la fémina que acechaba. Cuál no sería ahora el asombro de los integrantes de aquella erotísima "O", al notar que la joven trigueña nos daba la espalda tomando sin duda una posición táctica con relación a su novio. El movimiento del codo de la hispana recostado a su cadera nos indicaba que su mano estaba jugando con la mortadella, acariciándola, cuando menos palpándola.

En tanto, la "O" se hizo compacta en grosor y tamaño. Juraría que una segunda "O" mayor se estaba formando en derredor y que una tercera florecería en cualquier momento. El espectáculo era bello, poético y simple, tan simple como una gota de agua, valga lo demodé de la metáfora: dos hermosos ejemplares del sexo opuesto jugueteaban y su juego resultaba maravilloso. Como lo bello es siempre pasajero, el performance poético se terminó en unos minutos. El retozo fue en ascenso y diríase que los calores de ambos jugadores. Cuando se vieron rodeados por tres círculos perfectamente concéntricos y centrados en ellos, dieron un brinco, se vistieron, recogieron sus chirimbolos y se marcharon. Entonces varios espectadores se acusaron de haber provocado la inesperada e inaceptable estampida.

—Ustedes, los maricones, si no la hacen a la entrada la hacen a la salida —gritaba uno, cubano, a una loca americana.
—What do you say?, what do you say?
—Siempre la hacen, con lo bueno que se estaba poniendo esto.
—Right, right —lo apoyó uno que entendía español.
—¿What did he say? —repetía la acusada mirándonos. La escena se había tornado insípida, demasiado demodé para mi gusto. Me levanté y me alejé. Lo mejor del día había pasado ya. O eso creí. En el fondo, tenía la esperanza de toparme con la pareja de hispanos entre los matorrales que rodean la playa. Ambos estaban demasiado calientes como para esperar llegar a casa para desfogarse. Yo jamás hubiera podido.

12 comentarios:

Anónimo dijo...

Donde hay una playa asi por aca por Miami?

Anónimo dijo...

¡Guau! ¡Qué cuentecito nos has traído Ernesto! Aunque con toda honestidad, la imagen de los huevos colgantes de Tom trastornó bastante esa visión de espaldas doraditas y brillositas, con fragancia a Coppertone, de las ninfas que él sobeteaba :-)

Muy bueno, gracias. Saludos.

MI

Anónimo dijo...

yo vi un dia a aldredo en la playa nudista de Miami...en viriginia key. fue impresionante.

Anónimo dijo...

TIBURON,TIBURON!

Bauta dijo...

Cautivante el relato!.. Parece que Halouver Beach no ha cambiado mucho desde que Reynaldo desandaba sus orillas :)

Anónimo dijo...

Que relajo.HLM

Ernesto Gonzalez dijo...

HOLA A TODOS, ME ALEGRO DE Q. LES GUSTE, PERO NO ES UN CUENTO,SON FRAGMENTOS DE MIS NOVELAS.
ABRAZOS
ERNESTO

JR dijo...

¡Tremendo despelote!. Ernestico, eres la candela!

sonora y matancera dijo...

nada como bañarse en cueros en el mar, pero la cultura nudista padece de una tos permanente... mucho mirón, huevos y tetas colgantes y mentalistas galore... la naturalidad se ha ido del concepto... na, mejor encuerarse tras la cerca y sentarse a desayunar al dente, debajo de la palma con sombra y que goce o vomite el vecino, total... ay, virginia key!! se veía del highway, por eso la cerraron y la mudaron a haulover, ¿cierto?

EG, me gusta el coloquialismo de tu prosa, la cuerda floja (!) de la sexualidad siempre en cuestión...

Anónimo dijo...

Nada como practicar el nudismo. Cuando me casé por primera vez el viaje de bodas fue en un camping nudista de La Provence. Nada tan exquisito como vernos todos como nacimos y a la vez nada menos erótico que las bolas y las tetas colgando entre cipreses, arena y caminos de montaña. Mi abuelo lo practicó, mi padre ser rió y yo seguí la tradición. Aunque reconozco que en América no lo he practicado. A poile tout le monde a poile decía una pintada del mayo del 68

Amílcar Barca

Anónimo dijo...

Que decepción Ernesto.....pensé que en realidad lo habias vivido....Que lastima...

Abel dijo...

el nudismo es algo natural, no deberia despertar morbo, aun asi no me molesta!